miércoles, 11 de agosto de 2021

 Waltraud y Victorio:

mis viejos, y si no escribo lo que siento...




Nací hijo único de padres grandes, siendo el mío un nacimiento muy esperado y deseado por ellos, especialmente por mi madre, quien en ese entonces siendo aún una luterana no practicante, ingresó un día en la Parroquia de Nuestra Señora de las Victorias, sita en las calles Paraguay y Libertad de esta Capital Federal, para efectuarle una promesa a la Virgen pidiéndole que de quedar embarazada, su hijo/a sería bautizado/a en esa Iglesia, y así fue, a mediados de 1962 comenzó con los típicos síntomas que anunciaban su embarazo, confirmando que se encontraba esperando su hijo tan deseado quien nacería un 23 de febrero de 1963, o sea, este humilde aspirante a escritor.

Si yo dijese aquí que Dios me regaló los padres más buenos del mundo, cualquiera me diría que no fui el único, o que, cuando menos, estoy exagerando, pero no, no estoy exagerando, y tampoco pongo en tela de juicio que existen y existieron millones de padres tan buenos, o aún mejores que los míos, pero si para ellos yo fui un tesoro, y no lo digo por agrandarme, así lo sentían, y así me lo hacían saber, del mismo modo que, para mí, fueron el regalo más grande que Dios me pudo haber dado.

A cada uno de ellos les debo lo que soy, la persona que educaron y formaron, mi viejo me legó el amor por la lectura, por la educación, por la música, me inculcó el respeto por el prójimo, me enseño la la bondad, porque él en esencia era un ser humano de una generosidad y de una pureza únicas, nunca olvidaré como se emocionaba ante aquellas cosas que lo conmovían profundamente, al punto de haberlo sorprendido, más de una vez, lagrimeando ante situaciones en las que cualquiera de nosotros, tal vez, nos mantendríamos estoicos, por cierto con un nudo en la garganta.

De mi vieja heredé su inquebrantable rectitud, esa forma de ser que asumo ella había obtenido de sus padres y abuelos alemanes, su amor por la familia, por los animales, y por la música, irrefrenable vocación que, de alguna manera, me transmitió, su entrega total ante un ser querido que se encontrara padeciendo de alguna inoportuna enfermedad, su alegría, su admirable respeto por la amistad, y el estar siempre rodeada de buenas amigas, su entrega, siempre priorizando al prójimo por sobre ella misma, así fue como no dudó ni un instante, a la hora de acompañar hasta su último suspiro a su madre y a su esposo, no importándole si ella misma había ingerido algún alimento, si había dormido lo suficiente, o si tenía que discutir con cualquier médico para obtener un diagnóstico preciso, nada de eso importaba a la hora de acompañar a su ser querido enfermo, esa misma actitud me fue inculcada, y así lo hice yo también con ella a la hora de su partida, y por supuesto su amor, ese amor de madre que aún creo poder sentir en mi alma después de tantos años que han pasado desde aquél día en que partió en mis brazos.

Ambos me legaron la decencia, la ética, la honestidad, el no tranzar jamás con aquellos que optan por transitar el camino de la corrupción, del robo, y por sobre todas las cosas, jamás consentir actitudes o conductas que desde lo personal o lo colectivo le provoquen daño a la tierra que te cobija, o sea a la Patria.

Recuerdos.

Uno de los primeros recuerdos que vienen a mi mente es el de una noche de verano, ellos en el balcón de casa, tomando un aperitivo, mientras yo tirado en mi cama los observaba atentamente, tratando de escuchar y entender sus diálogos, con mis escasos añitos, mientras de a poco me iba dormitando.

Imposible olvidar también mi primer día de clases en el Colegio San Cirano del barrio de Caballito, cuando me llegó la hora de asistir al Jardín de Infantes. Aún hoy, cuando paso delante de la puerta de rejas sobre la Av. Rivadavia, vuelve a mi mente la imagen de mi madre caminando en dirección a nuestra casa, mientras mi llanto desesperado no podía ser calmado por una de las tantas maestras jardineras que intentaba convencerme de que ella no me estaba abandonando, y que horas más tarde volvería a buscarme.

Años más tarde, ya siendo un adulto, mi madre me confesó que esa mañana mientras escuchaba mi llanto, no pudo darse vuelta a mirarme porque de sus mejillas también brotaban lágrimas de angustia por nuestra inevitable separación, impuesta por las inalterables estructuras educativas de aquellos años.

Al llegar el momento de asistir a la escuela primaria, los recuerdos se entrelazan a montones, en un interminable y alegre carrousel donde uno no consigue ordenar pensamientos y sensaciones.

Imposible olvidar el despertar de cada mañana, escuchando la dulce voz de mi madre indicándome que era hora de ir a la escuela, sus desayunos en los que me esperaba la clásica leche chocolatada acompañada de unas sabrosas galletas dulces que me permitían sobrellevar cada jornada, en las que los fríos días de invierno eran verdaderamente gélidos.

El llegar de la escuela, sacarme el guardapolvo blanco, y sentarme a la mesa a almorzar junto a mis padres, y a un tío hermano de papá, desesperado por contar mi día de escuela, lo que habíamos aprendido, y los deberes que nos habían dado.

Luego de cumplir con las tareas escolares, me esperaban mis juegos, la pelota, las interminables batallas imaginarias que armaba en el jardín con mi caja de soldaditos, y a la hora de la merienda, el compartir con mi padre una sucesión de series inolvidables que mirábamos con alegre complicidad en nuestro viejo televisor blanco y negro. Así desfilaban «Bonanza», «El Santo», «Los Locos Addams», «El Show de Dick Van Dyke», entre tantas otras, que nos hacían reír, o inclusive, en algún caso terminar conversando sobre la historia del Lejano Oeste, o de la Inglaterra de los años sesenta, entre otros temas que, invariablemente, me conducirían a su biblioteca a buscar más información, ávido de saber más sobre la historia y la cultura de aquellos países.

Así, mientras tanto, mi madre iba preparando la cena, la que normalmente, al mejor estilo europeo, solía tener lugar en horarios tempranos, digamos que a eso de las 20 horas aproximadamente. Esto daba lugar a que mi tío se acostara temprano, yo me quedase viendo un poco más de televisión con ellos, hasta que llegara la hora de irme a dormir.

Por aquellos años, me encontraba asistiendo a una profesora particular de inglés, la querida Analía, quien me hizo dar los primeros pasos en el estudio de la lengua de Shakespeare, situación esta que sumada al primer disco que me regalara mi madre, de Los Beatles, comenzó a generarme una curiosa atracción por la cultura británica, la que derivaría años más tarde en un hecho que pudo haber cambiado mi vida para siempre.

Uno de mis tíos, hermano de mi padre, se hallaba en una muy buena situación económica, producto de una gran carrera desarrollada en la empresa tabacalera «Particulares», la cual le permitía viajar a Europa todos los años, junto a su esposa, mi querida y recordada tía y madrina Susana, travesía que desarrollaban siempre en barco, navíos que en aquella época eran verdaderos transatlánticos.

Mi tío, a sabiendas de mi admiración por la cultura británica, tomó la decisión de proponerle a mis padres hacerse cargo de mi educación secundaria, pero no en Buenos Aires, sino en Londres, en algún típico establecimiento educativo inglés, de esos que estamos acostumbrados a ver en las clásicas películas inglesas, y vaya si mi vida no hubiese cambiado, tal vez hoy fuera docente de alguna universidad inglesa del estilo de las de Oxford o Cambridge, quien sabe...

Y así fue que un día llegó el colegio secundario, nuevos rostros, nuevos amigos, y la rebeldía adolescente que de a poco le iba señalando a mis padres que estaban perdiendo al niño que alguna vez fui, para darle paso al adulto en el que poco a poco me iría convirtiendo, o me irían convirtiendo las circunstancias de una adolescencia que transcurrió en un período complejo y muy difícil de nuestra historia, una dictadura que nos dejaría marcas a todos, algunas mayores, otras menores, pero nadie quedaría exento de sentir su alma rasgada por el miedo que devenía del autoritarismo que se nos imponía, y ante el cual los más arriesgados respondían asumiendo las consecuencias, mientras otros, como era mi caso, guardábamos impotente silencio archivando en un rincón de nuestro ser la fuerza de la rebeldía, esas ganas de levantarse y arrojarle al rostro de los autoritarios todo lo que sentíamos y pensábamos de ellos.

Uno de los recuerdos más caros de aquellos días, lo constituía la infaltable visita que nos realizaba todos los viernes por la noche mi padrino, mi tío Carlos, el hermano de mi madre. Era un momento especial de la semana que a todos nos llenaba de alegría, porque no sólo éramos familia, sino que además el ritual de ir a comprar la pizza, en aquella época no existía el delivery, compartir la mesa, tomarnos una cerveza mientras charlábamos de la vida, de los proyectos, de la familia, hasta el momento en que todos nos íbamos a dormir, porque mi padrino se quedaba a dormir en casa, y volvía a su hogar recién el sábado al mediodía, todo ese ritual como decía, generaba en nosotros una alegría conmovedora, que terminaría cuando mi tío decidió contraer matrimonio, y ahí comenzaría una nueva historia, de la cual, desde ya, todos nos alegramos.

Un capítulo aparte merece la figura de mi tío Alfredo, hermano de mi padre, quien para mí hizo las veces de abuelo, porque lamentablemente al no haber tenido la posibilidad de conocer a mis abuelos paternos y maternos, salvo únicamente mi abuela materna, la querida Oma, como le decíamos cariñosamente en alemán, del resto no pude conocer a ninguno por ser hijo de padres grandes, lo que significaba que muchos de ellos ya habían partido.

Mi tío Alfredo era verdaderamente un personaje en todo el sentido del término, no sólo jugaba conmigo al futbol así hiciera frío, o calor, disputando conmigo simpáticos partidos en el jardín de casa, sino que además era mi contrincante en los juegos de mesa, damas, cartas, ludo-matic, ruleta, en fin, todos aquellos que tuviésemos en casa eran bienvenidos para una tarde de invierno, tazas de café con leche, o té mediante, para divertirnos en reiteradas partidas de cada uno de ellos.

Fue justamente mi tío el que me quiso enseñar a andar en bicicleta sin mucho éxito que digamos, reiteradas caídas me hicieron desistir de las dos ruedas.

Recuerdo que aún a sus casi noventa años seguía subiendo al techo de casa para limpiar las rejillas que se tapaban con las hojas de los árboles, operativo que realizaba subiendo sobre dos terrazas con una escalera de madera bastante destartalada que generaba el enojo de mis padres quienes le hacían notar que un día se iba a caer y matar, ante lo cual se encogía de hombros en una actitud de indiferencia total a las advertencias hechas.

En su juventud fue un gran remero, de hecho, se hizo acreedor a muchos premios compitiendo en el Club de Regatas La Marina, en el Tigre. Aún hoy preservo uno de los trofeos que ganó en alguna de las tantas competencias en las que participó.

Si bien se casó joven con la que sería mi tía María Luisa Dabbadie, lamentablemente después de algunos años enviudó, no pudiendo tener hijos, por lo que yo me termine convirtiendo en su sobrino predilecto, como él para mí en el abuelo que siempre quise tener.

Como el gran personaje que era, tenía sus hobbies, era filatelista habiendo completado una colección enorme de estampillas de diferentes países, que terminamos vendiendo con mi madre, tras su fallecimiento. También recuerdo uno de sus hobbies más bizarros como fue su colección de etiquetas de vinos, algo realmente insólito, porque a quién se le puede ocurrir coleccionar etiquetas de las diferentes bodegas, sólo a mi tío, simpático y querible personaje, sin dudas.

Lamentablemente, sus últimos años no fueron los mejores, una aparente depresión hizo mella en su organismo, y de a poco se fue apagando, casi como esperando el momento de reunirse con todos aquellos seres queridos que ya no estaban entre nosotros, y así fue, un día, repentinamente, a sus 90 años inició su último viaje.

De los mejores recuerdos que atesoro junto a mis padres las vacaciones en Mar del Plata, deben estar entre los primeros diez, sin dudas.

Cada año, al promediar el mes de noviembre, nacía en mí la incertidumbre de saber si ese verano nos íbamos a la costa, o no.

Tal sensación provenía del hecho de la condición de jubilado de mi padre, y de ama de casa de mi madre, lo cual a las claras, no aseguraba un ingreso económico que permitiera el lujo de vacacionar fuera de Buenos Aires, ante la llegada de cada verano, pero como algunas veces suele pasar, aparece una mano amiga que te brinda su desinteresada ayuda, y en nuestro caso, así fue.

Mi padre se había hecho amigo de un sastre que, en los buenos años de su actividad laboral en el Banco Central, le diseñaba sus trajes a medida, y justamente este caballero poseía una hermosa propiedad en Mar del Plata, precisamente en la zona de Punta Mogotes, y como una forma de agradecerle a mi padre sus generosas adquisiciones y recomendaciones entre compañeros de trabajo, le prestaba la casa en la costa en los meses de diciembre o marzo, atento que eran aquellos que no alquilaba, o en temporada alta a un precio mucho más accesible para el bolsillo de un jubilado bancario.

La propiedad era verdaderamente hermosa, primer piso con un balcón enorme con vista directa hacia el mar, y en una época donde en las noches no existía el tránsito automotor de ahora, por ende, se podía escuchar el sonido del mar, ese arrullo maravilloso que regalan las olas cuando bañan la orilla.

Hay recuerdos que te quedan grabados con un afecto y un amor muy especiales. Muchas tardes salíamos a caminar por la zona, no necesariamente por la playa, sino por las calles del barrio, y casi siempre pasábamos por donde se halla el Hotel Sasso, el que aún existe, a mí me impresionaba la gran pileta que había en su predio al punto que me asomaba a través de la ligustrina desde la que se podían apreciar todas las instalaciones, lo que generaba en mí un rostro de asombro ante lo que me parecía una piscina de enormes dimensiones, tal vez lo sea, no lo sé, nunca me alojé ahí.

De esas tardes hay un recuerdo que atesoro con cierta magia, se podría decir, y eran algunas de esas caminatas en las que yo iba tomado de las manos de mis viejos, hasta que pasábamos delante de algún almacén que se hallaba abierto, e inmediatamente mi madre nos proponía entrar a comprar lo que horas más tarde se convertiría en nuestra cena, la que, en estos casos, siempre solía consistir en productos envasados extraídos del mar, o sea, atún, pulpo, calamares en su tinta, y por supuesto, para los grandes, un buen vino blanco, para mí, una gaseosa, obviamente.

Sin embargo, cuando me refiero a recuerdos con magia, lo digo porque me parece aún hoy a mis 58 años estar percibiendo ese aroma tan particular, y tan reconocible, que provenía del mar, y se mezclaba con el que llegaba, presumo, del cercano bosque de Peralta Ramos, algo así como sales marinas en conjunción con eucaliptus y pinos.

Todo eso, sumado a la presencia de mis viejos me daba una sensación de protección imposible de definir en palabras, y una niñez que me hacía sentir la vida como algo interminable, era el combo perfecto, creo que fue la mejor definición de lo que para mí es la felicidad más absoluta.

Aquellos días en Mar del Plata eran maravillosos, nos levantábamos temprano para ir a la playa, bajábamos por unos senderos que a cada lado contenían unos pantanos con aguas espantosamente estancadas de un color verdoso intenso, y unos arbustos que en combinación con lo anterior, generaban un microclima muy caluroso, hasta que uno desembocaba en unas playas enormes, lamentablemente hoy por hoy absolutamente perdidas a raíz de los complejos que se construyeron bajo la denominación de «paradores», y la inevitable erosión que el mar va produciendo con las mareas y que genera playas mucho más pequeñas.

Recuerdo que íbamos siempre a la misma playa, y siempre aparecía el playero que como buen italiano, se llevaba de maravillas con mi viejo a raíz de su ascendencia también italiana, con lo cual, siempre teníamos buenas sillas de mimbre, una gran sombrilla y lo que hiciera falta para pasar una inmejorable mañana en la arena, bajo el sol veraniego, y los insistentes chapuzones que el nene se daba en el mar.

Nuestra rutina consistía siempre en hacer playa por las mañanas, volver a nuestra casa, sacarnos la arena, ducha obligada, almuerzo, siesta, y luego salir a pasear, así podíamos irnos a recorrer toda una tarde el bosque de Peralta Ramos, o el puerto de Mar del Plata, donde mi madre inevitablemente algo se traía para cocinar por la noche, o alguna que otra vez, el centro para caminar por la Rambla, y ver los edificios del Casino y del Hotel Provincial, y claro, algo que a mí me apasionaba, entrar a visitar el Museo de los Caracoles, de donde siempre me traía alguna compra que, lógicamente, pagaban mis viejos, lo cual le haría presumir a ellos que a su hijo le aguardaba una futura carrera de biólogo marino, pero la vida me deparaba otros pasillos universitarios.

Llegados mis años de colegio secundario, recuerdo las charlas que solía tener con mi padre acerca de los nuevos temas que iba aprendiendo cada mañana ante cada materia cursada, a veces se generaban interesantes debates en torno a la figura de algún prócer que para mi padre no era tan perfecto como la profesora de turno lo había considerado, u otras me sugería acudir a los libros que se hallaban en su biblioteca para ahondar más profundamente en la figura de algún músico, o pintor que me había provocado esa mañana un interés particular, recuerdo tres en especial, en materia musical, Johann S. Bach, y en pintura, El Bosco y Alberto Durero.

En cada caso, todo terminaba en una agradable escucha de los Conciertos Brandeburgueses, o de la famosa Tocata y Fuga en Re menor, y en el caso de El Bosco, la admiración ante esas maravillosas reproducciones que surgían de sus libros de historia del arte, del mismo modo en que me impactaban las obras del gran artista del renacentismo alemán, cuya obra «El Caballero, la Muerte, y el Diablo», siempre me provocó una gran impresión, tratándose de un grabado con una profundidad en los detalles, que verdaderamente conmueve.

Existen imágenes que siempre a los seres humanos nos quedan grabadas en nuestra memoria como fotografías indelebles, que superan el paso del tiempo y de los años manteniéndose siempre vigentes. Una de esas es la de mi padre sentado en el escritorio de nuestra casa realizando crucigramas junto a su destartalado diccionario Larousse, de donde obtenía respuesta a esas horizontales o verticales tan difíciles de desentrañar. Así fue, que ya entrado en años, me pasó la posta a mí, y el placer de realizarlos, claro está, siempre con mi guiño cómplice de ir a preguntarle alguno de esos vocablos, como para integrarlo al juego, y permitirle salir un poco de aquellos amargos pensamientos que la vejez le traía a diario, probablemente, reflexionando en silencio, sobre lo que constituía el último tramo de su vida.

Curiosamente, y en tren de juegos de inteligencia, jamás aprendió a jugar al ajedrez, y aunque quise enseñarle, no hubo caso, mi padre ya no sentía esas ganas de compartir horas enteras frente al tablero disputando largas partidas con su hijo. A veces, la congoja del final, le gana el juego a la ansiedad de la juventud.

Los últimos años de mi padre fueron difíciles, su salud le jugaba en contra, lentamente se iba apagando, envejeciendo, y su organismo ya no le respondía como antes. Creo también, y sobre esto tengo cierto convencimiento, que cargaba en su mochila muchas partidas de seres queridos, sus padres, sus hermanos, amigos, y también sufrimientos que no esperaba tener a esa altura de su vida, como fue mi servicio militar en pleno desarrollo de la Guerra de Malvinas.

Sin embargo, y pese a todo, pude darle esa gran alegría que fue saber que había ingresado a la Facultad de Derecho para iniciar mi carrera de abogado, quizás una vocación que él supo tener de joven, pero que nunca pudo concretar por aquellas noches de bohemia y cafés literarios que le resultaron más atractivos que las leyes y los textos jurídicos.

Finalmente, un caluroso mes de diciembre de 1985 partió y nunca voy a olvidar el inmenso dolor que sentí aquél día, era la primera vez que la vida a mis 22 años me privaba de uno de mis padres, un dolor imposible de definir en palabras. Recuerdo que aquella tarde lloré como nunca lo había hecho, no podía asumir ver los espacios de la casa que eran suyos, sin su presencia, observar sus libros, no poder escuchar su voz, su sonido al caminar, una ausencia infinita e interminable, y el pensar que ya nunca más iba a poder compartir con él mis alegrías y tristezas, mis charlas de historia, música, o filosofía, mis berrinches y mis guiños cómplices cuando de agasajar a mamá se trataba.

Siempre me quedaré con la imagen de esa madrugada de diciembre, en el Policlínico Bancario, cuando al arribar junto a mi tío Carlos tras la noticia del fallecimiento de papá, la vimos a mi madre sentada sola en un largo y oscuro pasillo, sumergida en un llanto velado, casi pudoroso, pero de un inmenso dolor, la que al buscar refugio y contención en mis brazos, sólo atinó a decirme: «Se fue el amor de mi vida». Si de amor se nace, y de amor se vive, siempre diré que llegué a este mundo porque Dios los eligió a estos dos seres únicos y maravillosos para que me dieran el regalo de la vida, o mejor dicho, él puso el alma en el bebé que nacería de ese inmenso amor.

Mi madre fue mi refugio, mi ejemplo de lucha, fue la dignidad, el orgullo, la entereza, la fortaleza ante las más penosas adversidades de la vida, y fue mi mejor amiga, mi cómplice en muchas situaciones en las que el adolescente irresponsable contaba con la mejor abogada defensora, su madre, para justificar los deslices del hijo con sus novias, fue consejera, pero por sobre todas las cosas, fue puro amor, a su manera, claro, la germanidad no le permitía ser muy expresiva en estas cuestiones de los sentimientos, no era muy afecta a los abrazos, y a los gestos de cariño exagerados, mucho menos en sus últimos años, cuando con gran sabiduría siempre me hacía notar que un día ella no iba a estar más, y su ausencia me iba a provocar una enorme tristeza, y cuanta razón tenía.

Su enorme deseo de ser madre siempre fue mucho más allá de dar a luz un único hijo, su amor y vocación por la maternidad la hicieron soñar con tener una familia similar a la que muchos pudieron conocer a través de la película «La Novicia Rebelde», la famosa familia «Von Trapp», pero las circunstancias, a veces, inevitables de la vida, se lo impidieron, no sólo por la edad que tenía, sino porque además una mala praxis la colocó en una situación de extrema peligrosidad si volvía a quedar embarazada, por lo cual, tuvo que desistir no sólo de su sueño de ver una casa llena de niños y niñas, sino lo que fue aún peor, comenzar a preocuparse por un futuro que en algún momento podía significar que si su hijo no formaba su propia familia, pudiera quedar solo en la vida, sin la compañía y el apoyo de hermanos o hermanas.

Una de las tantas cosas que aprendí en la vida ha sido que ser hijo único tiene una hermosa y terrible consecuencia a la vez, todo el amor de tus padres se concentra en tu persona, con lo cual uno llega a ser una especie de privilegiado, pero al mismo tiempo, el día que ellos no están más, el sufrimiento ante sus pérdidas es mucho mayor, lo cual me lleva a recordar el título de esa hermosa canción de Brian May, compuesta por otros motivos, pero cuyo concepto completa esta idea: «Too much love, will kill you», o algo así como «Demasiado amor, te matará», lo cual yo lo interpretaría como «Demasiado amor, te hará sufrir mucho más».

No estaría faltando a la verdad si dijera que mi madre no conocía el miedo, ni los imposibles, basta recordar que cada vez que una gripe hacía estragos en mi persona, o en la de mi padre, ella sin titubeo alguno salía a buscar una farmacia de turno con las indicaciones del médico, sin importarle ni la hora, ni el clima, ni la distancia. Recuerdo que una vez estando de vacaciones en Mar del Plata, mi padre contrajo una bronquitis, y ella salió raudamente en una noche inclemente con lluvia y frío a buscar una farmacia que estuviese de turno donde conseguir el medicamento necesario para estos fines, debiendo caminar casi hasta el centro de la ciudad feliz (recordemos que nosotros estábamos en Punta Mogotes, o sea, en el otro extremo del centro marplatense), sin dudas, esto la definía, era una absoluta luchadora, imbatible, con pizcas de arrojo, imprudencia, coraje, solidaridad y un amor incondicional, no se detenía jamás a medir posibles consecuencias de su accionar, una verdadera Valquiria.

En general, su vida no fue nada fácil, ya de muy joven tuvo que salir a trabajar postergando cualquier proyecto vocacional que soñara concretar, inclusive algunas veces dejó de comer por un día, o más, porque su sueldo sólo alcanzaba para alimentar a su madre enferma, a su pequeña hermanita, y a sus hermanos adolescentes. Recuerdo que me llegó a contar sobre ciertas mañanas en las que llegaba al trabajo y sus compañeras notaban su rostro cansino y pálido producto de la dieta forzada que estaba llevando a cabo, lo que generaba inmediatamente la reacción de sus amigas que no dudaban en pagarle un buen desayuno, para que al menos pudiese sentirse un poco mejor.

Años más tarde, sufrió uno de los golpes más duros, su hermana del alma, mi tía Margot, necesitó realizarse una delicada operación de corazón, y debido a una mala práxis, falleció en el quirófano con apenas 23 años, lo cual literalmente destruyó anímicamente a mi madre, la que se hallaba con un embarazo avanzado de siete meses.

Al año siguiente, o sea, el de mi nacimiento, las cosas no fueron tampoco nada fáciles para ella, a los pocos meses de mi venida al mundo, desarrolló un hipertiroidismo, más precisamente lo que se conoce como un bocio, que al ser diagnosticado por los médicos, le hicieron tomar conocimiento que apenas le quedaban unos pocos meses de vida. Sin embargo, como buena luchadora que era, con ese coraje envidiable que siempre tuvo, libró su gran pelea contra la enfermedad, por supuesto, con la ayuda de excelentes profesionales del Hospital Rawson, y como era de esperarse la ganó, nadie la iba a privar de su vocación de madre y del cuidado de su hijo recién nacido, y así fue.

Así fueron pasando los años, y los duros golpes de la vida no cesaban, en abril de 1975 falleció su madre, mi querida abuela, la Oma como nos gustaba llamarla en alemán, y como si fuera un estigma del destino, su cuerpo le volvió a pasar factura, debiendo operarse de un nódulo mamario que afortunadamente fue benigno, pero que nos puso en vilo a todos.

Mi servicio militar allá por 1982 generó en ella uno de los peores pensamientos que una madre pueda tener y sentir, la posible pérdida de un hijo en una guerra, un hecho que también dejó secuelas en su espíritu, y de las que me he referido en el capítulo relativo a «Malvinas, la otra historia».

Siempre he creído que ante cada duro golpe de la vida, se producen heridas que dejan cicatrices en el alma, algunas con el paso del tiempo van desapareciendo, otras quedan para siempre, son indelebles, y quizás sean estas últimas las que en el tramo final de la vida se vuelven a abrir, y nos generan otro tipo de sufrimientos y padecimientos, son como virus aletargados que despiertan y vuelven a hacer daño, así fue que en sus últimos años el cuerpo de mi madre en una fatal combinación de insuficiencias cardíaca y renal, la tuvieron a maltraer durante largos dos años, en los cuales las internaciones en el Policlínico Bancario eran habituales, siendo muchas veces de uno o más meses.

En aquellas jornadas todo lo que ella me había enseñado durante años sobre el cuidado y la atención de un ser querido enfermo, se hicieron presentes. Aquellas lecciones que yo había aprendido con sólo verla, con sólo observar cómo no se detenía ante nada, cómo discutía con los médicos, o cómo podía caminar cuadras enteras para la obtención de un medicamento absolutamente necesario, se volvieron práctica cotidiana en mi propia conducta.

Aquellos días fueron terribles, y no encuentro otro adjetivo para describir lo vivido, luchamos codo a codo con ella, los dos solos, sin dejar de mencionar en el tramo final de sus últimos días de vida la compañía de su hermano, mi tío Carlos, que cual gladiador, a sus 74 años no dejó de hacerme el aguante.

Recuerdo llegar a casa, y poder leer en el rostro de mi madre si ese día íbamos a terminar en la guardia del policlínico, o no, imposible olvidar las corridas en ambulancia, las internaciones con lo que eso implicaba en materia de trámites burocráticos, las conversaciones y discusiones con los médicos, el no comer adecuadamente para no separarme de su lado, el haber dormido en una silla, o incluso en el piso de la habitación, el estar atento a los tubos de oxígeno cuyos medidores estaban siempre rotos, y la única forma de saber cuándo se estaba quedando sin provisión, era al momento de indicarme que no podía respirar, lo cual hacía que yo saliera corriendo desesperadamente en búsqueda de la enfermera de turno para que, de manera urgente, nos proveyeran de uno nuevo, el darle de comer en la boca muchas veces por su extrema debilidad, mis rezos en la capilla pidiendo un milagro para poder traerla nuevamente a casa, diciéndole a Dios que no me importaba cuantas veces tuviera que volver a hacer todo lo que estaba haciendo con tal de tenerla conmigo muchos años más.

Mi lucha fue solitaria, nadie me ayudó, y lo digo con orgullo y con rabia contenida, aquellos y aquellas cuyas conciencias les dictaban dar una mano y no lo hicieron algún día deberán responder ante Dios por haber mirado hacia otro lado, como premiados han sido y serán los y las que no teniendo ninguna obligación ofrecieron su ayuda, como lo hiciera mi querida vecina Sofía que padeciendo un cáncer que ya le había producido metástasis, se ofreció a lavarme y plancharme mi ropa, situación ante la cual, desde ya, me negué, pero vale destacar este gesto de un ser humano verdaderamente digno.

Desde luego, la peor parte la llevó mi madre, con tratamientos que muchas veces debían ser realizados en la Sala de Unidad Coronaria, o de Terapia Intensiva, por el extremo grado de peligrosidad de las drogas que le suministraban, y claro está, todo esto sin dejar de mencionar su rostro preocupado por todo el sufrimiento que ella percibía en mi persona, el agotamiento, la pena, la impotencia, los mismos sentimientos que ella alguna vez también tuvo cuando fallecieron su propia madre, o incluso mi padre.

Una tarde de julio de 2007, ella entró en un coma profundo, hizo un paro cardiorrespiratorio en mis brazos, y finalmente una semana después partió, la noche del 17 de ese mismo mes.

Así como aquella madrugada de 1985 la encontré en lágrimas, diciendo que se había ido el amor de su vida, yo también aquella mañana de 2007 en el Cementerio Alemán me decía a mi mismo que se había ido mi mejor amiga, mi madre, mi compañera de picardías, mi cómplice y abogada defensora de mis deslices juveniles.

Ahora me había quedado definitivamente sólo, y tenía la obligación de reconstruirme, de renacer de tanto dolor, y así fue, pero eso es tema de otro capítulo.

No puedo decir que no los extrañe. En estos tiempos tan aciagos que nos toca atravesar, su ausencia multiplica en mí la necesidad de tenerlos a mi lado. La angustia y la tristeza de haber perdido a mis viejos, el capitán y la contramaestre de mi vida, de mi hogar, los que me sabían señalar el camino, hoy el no tenerlos ha convertido mi existencia en un navío a la deriva, sin dirección, por más que intente tomar el timón y enderezar el rumbo, no lo consigo, a veces tengo miedo de terminar encallando, o de que alguna tormenta perfecta como la que en este momento de la humanidad nos está castigando, me haga naufragar.

No sé cómo habrá de terminar esta historia, no sé si algún día se cumplirá aquello de «No hay mal que dure cien años», lo único que sé es que le pido a Dios que podamos volver a la vida que conocimos, que yo pueda enderezar el barco y evitar el naufragio. No sé si lo conseguiré, trato de no perder las esperanzas, aunque muchas veces la desazón, la tristeza, y la desesperanza, me tuercen el brazo, y me sumergen en abismos oscuros, de los que logro escapar simplemente cerrando mis ojos y volviendo hacia aquellos momentos que me hicieron feliz cuando todo era distinto, cuando todo era diferente, cuando cada mañana era una nueva aventura rebosante de ganas de vivir, cuando uno esperaba con ansias ese sábado del encuentro con los amigos, del recital tan esperado, del cosquilleo en el cuerpo a la hora de pensar en sacar un tema nuevo en la guitarra, o el compartir en la cervecería de Gustavo esos hermosos momentos con los amigos y amigas de ISA, con mi prima y Adriano, y con tantos más que alegraron los días de aquél que por única compañera encuentra en su vida, simplemente una maldición nunca soñada, que se llama soledad.

Este capítulo nació como un homenaje a mis viejos, no quiero terminarlo sin expresar mi profunda convicción, que nace de mi fe, en saber que por ahí han de andar, tal vez espiando lo que narra este humilde aspirante a escritor, generando en mí la fuerza y la esperanza de una vida mejor, de un futuro que aún está por llegar.