miércoles, 20 de marzo de 2024

Un triste invierno de 2007

(Ella es parte del camino...)



Dedicar un capítulo de este libro a mi madre fue difícil, muy difícil, sencillamente porque quise contar, a modo de sanación, todo lo que atravesamos durante dos largos años, ella, su enfermedad, y yo. En otros capítulos del libro me he dedicado a narrar su llegada de Alemania y su vida tanto de niña, como de mujer adulta, de modo que este capítulo intenta ser un modo de cerrar heridas que a veces, sólo a veces, siguen doliendo. Mi madre siempre supo gozar de buena salud, salvo en aquellos momentos en que, como le ocurriera al poco tiempo de mi nacimiento, desarrollara un bocio (hipertiroidismo), que casi termina con su vida, pero al que le supo dar pelea y ganarle la batalla, si bien eso le significó no poder volver a quedar embarazada, algo que lamentó profundamente dado que deseaba que yo no fuese hijo único, y que el darme hermanos o hermanas, eso permitiera que el día de mañana yo no quedara tan solo en la vida.

La vejez no la recibió muy bien que digamos, si bien se cuidaba, una progresiva insuficiencia renal comenzó a generarle problemas, que indefectiblemente derivaban en un proceso de arritmias cardíacas producto de la acumulación de líquido en sus pulmones, situación que si bien en un principio pudo ser remediada a través de la ingesta de diuréticos, en un punto fue necesario acudir a las internaciones y a la punción para extraer los líquidos que no podían ser eliminados a través de la función renal.

Las internaciones fueron muchas, algunas extensas, otras breves, siendo la más larga la del año 2005 cuando durante dos meses en los que parecía que nunca iba a tener el alta, finalmente y tras haber pasado por varias instancias en su internación logró volver a casa. Esta primera internación resultó ser casi milagrosa, aún recuerdo la mañana en que la encargada de limpiar la habitación me pidió que la acompañara a otro sector del policlínico a efectos de ayudarla a bajar unos elementos que, en sus propias palabras, se encontraban muy altos y ella no podía alcanzar. En realidad, todo había sido una mentira bien planificada por la médica a cargo, quien quiso hablar conmigo para informarme que el cuadro de mi madre era muy complejo y de difícil resolución, casi como una sentencia definitiva respecto de su vida.

Recuerdo haber ingresado en la habitación intentando poner mi mejor rostro de «aquí no pasa nada, está todo bien Mamá», cuando en realidad no era así.

Aquellos dos meses transcurrieron con permanentes altibajos, una noche recuerdo que la enfermera de turno le había hecho ingerir un sedante sumamente fuerte, algo a lo que mi madre no estaba acostumbrada, dado que nunca le resultó necesario ingerir sedantes para conciliar el sueño. La reacción de mi madre fue desesperante, me resulta muy difícil hallar las palabras para describir el efecto que produjo en ella, la imagen más representativa fue el momento en que le trajeron la cena, cena que yo intentaba hacerle ingerir sosteniendo los cubiertos dado que a ella le resultaba imposible hacerlo.

Poco a poco, y con el paso de los días su salud fue mejorando, y de alguna manera estabilizándose, recuerdo que ella solía decir que la parca la había venido a buscar pero ella se había escapado por el ojo de la cerradura. Bromas aparte, sin dudas, la alemana era fuerte, y estaba decidida a dar pelea, incluso alentada por mi en más de una ocasión, aún yo sabiendo que el desenlace podía no ser el esperado.

Aquellos fueron dos meses largos, y duros. Yo dormía en un sillón, hasta que un día nos cambiaron de habitación y dado que había una cama disponible, la usaba para tirarme en las noches a dormitar un poco, como quien dice con un ojo abierto atento a las necesidades de mi madre, que iban desde alcanzarle un vaso de agua, darle la medicación a horario, o poner la chata para luego proceder a limpiarla, algo que las enfermeras que se encontraban bastante ocupadas, no podían hacer de inmediato, y claro está, a nadie le gusta quedarse esperando un rato largo a que vengan a higienizarlo.

Siempre diré que los médicos, los enfermeros y enfermeras que durante aquellos meses la atendieron fueron ángeles de Dios, verdaderamente en un país donde es difícil hallar muchas veces una comprometida atención médica, por infinitas razones que no es este el lugar donde explicarlas, lo de aquellos profesionales fue brillante. Lamento no disponer ya en mi memoria de sus nombres, porque bien valen ser inmortalizados en este libro por su enorme calidad humana.

La memoria es frágil, y aún cuando intento recrear aquellos días con absoluta fidelidad me resulta difícil hacerlo. Sin embargo, aún recuerdo hechos aislados, como por ejemplo el camillero Veterano de Guerra de Malvinas, una excelente persona con la que nos quedábamos conversando de la guerra y de mi servicio militar en 1982, que un día me dijo algo que me quedó y me quedará grabado por siempre en la memoria, y que me lo guardo dado que ofendería a algunas personas conocidas de mi entorno darlo a conocer.

El alta de mi madre llegó a fines de octubre, ya despuntando una primavera que le daba nueva luz a nuestras vidas y un tímido optimismo de que las cosas finalmente iban a terminar bien, y así fue, volvimos a casa con la esperanza de que Dios nos regalara un tiempo más juntos, aún sabiendo que más tarde, o más temprano, volveríamos a correr la misma suerte.

Recuerdo cómo aprendí a leer el rostro de mi madre, cómo lograba saber cuándo nos tocaría pedir la ambulancia para correr a la guardia en pos de una nueva internación, cómo llegué a saber si esa noche íbamos a dormir tranquilos, o volveríamos al policlínico enfrentando una vez más la incertidumbre de un final abierto, donde una nueva lucha por su vida nos tendría inmersos en un infierno donde el tiempo parecía haberse detenido, y donde cada hora, cada día, no parecían terminar de transcurrir.

Así fue que durante el 2006, más precisamente a fines de ese año, nos esperaba una nueva internación, breve, pero que aún recuerdo muy especialmente porque un gran amigo mío se casaba, y habiéndome solicitado que yo fuera su testigo de casamiento, no podía darle ninguna seguridad sobre mi presencia en el Registro Civil dada la situación que me encontraba atravesando junto a mi madre, razón por la cual tuvo que acudir a su hermano a efectos de tener un testigo suplente ante cualquier inconveniente que pudiese surgir, afortunadamente no fue necesario y me pude hacer presente en la ceremonia, para luego volver al policlínico a cuidar a mi madre.

Llegado el año 2007, las cosas no pintaban bien, la salud de la alemana iba empeorando y las corridas al sanatorio se hacían cada vez más continuas. Mi propio sentido común me indicaba que el final estaba cerca, y así fue. Una noche del mes de julio mi madre se descompensó en casa, se desvaneció en mis brazos y mientras la desesperación quería ganarme la pelea, logré que la ambulancia llegara de forma inmediata, gran mérito de la operadora de Socorro Médico Vittal, del conductor de la ambulancia, y del médico de guardia.

Esta fue su última internación. De la guardia, a una habitación común, de ahí a Unidad Coronaria, y de ahí a su última habitación donde un mediodía en mis brazos y ante mi desesperación su alma partió, más no su corazón que siguió latiendo una semana más, mientras ese cuerpo que tantas batallas había ganado, intentaba sumar un triunfo más en la sala de Cuidados Intensivos en la que se hallaba, tristemente llena de bolsitas de suero, adrenalina, y vaya uno a saber cuántos químicos más que le permitían seguir viviendo.

Por aquellas horas, ya finales, lo único que pude hacer fue susurrarle a su oído la misma canción de cuna que ella lo hacía en los míos, una vieja canción de cuna alemana, hasta que la solté, simplemente pidiéndole que partiera, que yo iba a estar bien, y así fue, una noche del 17 de julio de 2007 se fue de mi lado, sin antes haberme regalado dos años de sanación espiritual, donde logramos curar viejas heridas que una complicada relación que ocupó mi vida por aquellos años nos había generado, un clásico noviazgo donde la futura nuera no se lleva bien con su futura suegra y viceversa, algo que nos distanció, y en algún punto nos terminó enfrentando a madre e hijo. Quiso Dios o la fuerza de mi madre, que durante esos dos años pudiésemos hablar mucho, y recuperar ese afecto y cariño que ella me brindó durante tantos años de mi vida.

Aún recuerdo aquellos días como una guerra que libramos tanto ella, como yo, batallas con triunfos y derrotas, noches eternas en las que dormí en sillas, sillones y hasta en el piso de la habitación, urgencias, corridas interminables en ambulancias, traslados de Unidad Coronaria a una habitación común, sin habérmelo informado previamente, hecho que me hacía pensar lo peor cuando yo llegaba a U.C. y no la encontraba en su cama, búsqueda interminable de donantes de sangre, que nunca alcanzaban, compra de medicamentos caros de los que no se disponía en el laboratorio del policlínico, y lo más estresante, la charla con los médicos y sus benditos informes que me hacían temblar cada vez que solicitaban mi presencia para brindarlos.

Claro está, lo peor se lo llevó mi madre, incansable luchadora de mil batallas, desde su llegada de Alemania, hasta aquella última noche, primero allá lejos y hace tiempo en su querida Villa Angela, en el Chaco, hasta su enorme fortaleza para sacar adelante una familia como lo hizo con la suya, y también con la nuestra, con las dolencias de mi padre, y de mi tío, y claro está, con las enfermedades que este aspirante a escritor contraía de niño y ante las que ella sin titubear se encargaba de sobrellevar inclusive yendo a comprar el medicamento para el niño con fiebre, a cualquier hora, con frío, o bajo una intensa lluvia, nada la detenía.

Libramos una guerra, ella y yo, solos, absolutamente solos, salvo durante su última semana de vida, en la que internada en la Sala de Cuidados Intensivos, mi tío Carlos, hermano de ella, se hizo presente y pese a sus 74 años no se separó ni por un instante de nuestro lado, día y noche.

He de decir aquí que muchas personas de mi entorno me defraudaron, y eso fue lo que más me dolió, siempre digo que esperé mucho de muchas, y poco o nada de aquellas que no tenían obligación alguna de acercarse a darnos una mano, y sin embargo, vaya sorpresa del destino, muchas de estas últimas estuvieron, mientras que muchas de las primeras, no.

No voy a dar nombres, al que le quepa el sayo que se lo ponga dice el refrán, a cada una de esas personas su conciencia le dictará si obró bien, o no, o será Dios el día de mañana que les pase la factura por sus omisiones, claramente no seré yo. Pero a modo de ejemplo, cito un par de casos que sí fueron ejemplares: mi amigo, hermano, Hernán, la noche del deceso de mi madre, apenas se enteró de la noticia, y hallándose en plena discusión con la que, a la postre, se convertiría en su ex esposa, no dudó un instante en tomar el auto y venir al sanatorio, no sólo quedándose a mi lado toda esa noche, sino también ayudándome toda esa madrugada a efectuar los trámites de rigor cuando se produce el fallecimiento de un familiar, y ni que hablar de Pablo, un ex compañero de mis años de trabajo en la Editorial La Ley, que nos hizo compañía toda la noche en el velatorio, y como si fuera poco, se hizo presente en mi casa junto a Andrea, su señora, al día siguiente para no dejarme solo, o de mi hermano el Negro Fernández quien me sostuvo la tarde del sepelio, a la vuelta del Cementerio Alemán, y sobre cuyo hombro lloré cuando el dolor de la pérdida era infinito e interminable, o el Petiso que no dejó de venir a ocupar el rol de una especie de oyente - psicólogo que de alguna manera permitía que todo mi dolor y angustia fuesen de a poco disminuyendo a través de las palabras sanadoras que yo tenía necesidad de decir, contando todo lo vivido, del mismo modo en que lo hago en este capítulo.

Podría también mencionar, debo hacerlo, a mi vecina Sofía, la que padeciendo una enfermedad terminal se ofrecía a lavarme y plancharme la ropa, como así también a cocinarme, ofrecimiento que desde luego rechacé por su estado de salud. Es increíble pensar que una mujer enferma de cáncer, se ofreciera a tanto, y algunas personas absolutamente sanas y mucho más jóvenes no fueran capaces de dar una pequeña ayuda, algo, nada más. Quizás sea aquella sentencia bíblica de »...por sus frutos los conoceréis».

También es justo mencionar a Fernando Roldán, compañero de trabajo, amigo, y hermano, que siempre estuvo presente, y dando una mano, preocupado llamando a cada rato al celular para ver cómo evolucionaba todo, a las autoridades de mi trabajo en la Dirección de Información Parlamentaria, especialmente a la que era mi jefa por aquellos días, la Dra. María Isabel Giménez Díaz, las que siempre y sin titubear ni por un instante permitieron que pudiera estar al lado de mi madre cuidándola hasta el final, situación esta última extensiva a mis compañeras de La Ley, que no dejaron de contenerme en aquellas mañanas posteriores a la muerte de mi madre, como así también a muchos de mis compañeros y compañeras de la Dirección de Información Parlamentaria que hicieron lo propio.

Me gustaría poder mencionar a otras personas, a algunas no las había conocido todavía, como mis amigos y amigas del Instituto Sueco Argentino que sé que habrían estado, con total seguridad lo puedo afirmar, no tengo la más mínima duda sobre esta afirmación.

Claramente no es éste un capítulo del que se pueda decir que es interesante, pero yo precisaba escribirlo. Hace ya varios días que la idea asaltaba mi mente, y fue justamente hoy, al leer algo que escribió en un medio de prensa una médica responsable del área de Terapia Intensiva del Hospital de Clínicas, sobre lo vivido durante la pandemia del Covid-19 que me decidí a hacerlo.

Si he incurrido en omisiones de algunos nombres, de algunas personas, pido disculpas, no lo hice a propósito, sólo que consideré mencionar a los más presentes, a aquellas que siempre estuvieron y nunca dudaron en dar una mano, sí debo reconocer que algunas personas no fueron mencionadas porque sencillamente no estuvieron, y lo más doloroso es que uno esperaba que estuvieran, pero como me dijera una buena amiga hace un tiempo atrás, hay personas que no pueden sobrellevar el dolor ajeno, les resulta imposible, y otras tal vez no tuvieron la educación necesaria que les permita distinguir el cómo y el cuándo estar, pues bien, vamos a darle la razón a mi amiga, aunque muy en el fondo de mi alma sus ausencias siguen resonando en mi mente.

A modo de cierre, puedo afirmar que cada noche, cuando apoyo mi cabeza en la almohada, lo hago con la más absoluta paz interior de saber que hice todo lo humanamente posible para que mi madre viviera todo lo que Dios dispusiera que así sea, de haber podido hacer más habría sido, lisa y llanamente un milagro.

Sin duda alguna, la seguiré extrañando por siempre, agradeciendo sus enseñanzas, y la senda que me marcó como la correcta en esta vida, la del amor, la de la responsabilidad, la decencia, el compromiso, el respeto, y el agradecimiento, el mismo agradecimiento que ella tuvo para con todos mis amigos, los hermanos que yo elegí, y que ella no me pudo dar, pero que los adoptó como tales a cada uno de ellos.

Los años pasaron, y su recuerdo sigue imborrable al día de hoy, a veces sueño con ella, y creo que por ahí debe andar cuidando de su hijo, tal y como lo hiciera durante tantos años.