domingo, 27 de junio de 2021

 PRÓLOGO




Nací en el ’63 supo cantar alguna vez un conocido músico rosarino, y sí, nacimos en el ’63, en una de las mejores décadas del ya fenecido siglo XX. Nacimos casi en paralelo con el rock, tal vez nuestras madres hayan escuchado en las radios de aquél entonces alguno de los temas que en una gira mágica y misteriosa les devolvía el eter.

 

Fuimos, somos, una generación que creció entre alegrías y tristezas, quizás como muchas generaciones lo hicieron y lo seguirán haciendo. Cuando a mis 58 años miro hacia atrás, y pienso en todos los años transcurridos, recuerdo nuevamente las pérdidas inevitables que la vida te hará sentir y que nadie podrá evitar, vuelvo a sonreír recordando aquellos momentos que me hicieron feliz, ya sea de niño, de adolescente, o de adulto, el calor del hogar, los abrazos de mi madre, el plato de guiso caliente en inviernos que eran verdaderamente fríos, y que te calaban los huesos, mis juguetes y esos partidos que disputábamos en el jardín de casa que parecían finales de la Copa del Mundo, y donde nuestra creciente e implacable imaginación nos convencía de estar jugándolos sobre el césped del mejor estadio europeo.

 

Nací en una típica familia de clase media argentina, donde nada faltaba, pero donde tampoco nada sobraba. Mi padre, quien se había casado ya grande con mamá, era jubilado bancario, tema éste al que le tuve que dedicar algunas horas de terapia, por ese viejo trauma de bancarme las sonrisas y cargadas de compañeros de escuela que, como niños que eran, no comprendían que existían matrimonios de padres grandes donde uno de ellos podía pertenecer a la clase pasiva y, por ende, no trabajar.

 

Mi madre era ama de casa, de lo cual nunca se avergonzó, cuidó a su familia hasta el último día, convirtió una casa en un hogar, y aprendió a cocinar recién el día que se casó, llegando a ser una eximia cocinera, de lo cual mi metro ochenta y cinco de altura y mis casi cien kilos de peso dan fe de ello.

 

Ella nació en Alemania, y siendo muy pequeña emigró junto a mi abuela, su madre, hacia nuestro país. Provenían de una ciudad situada a orillas del Rhin, muy cerca de la frontera con Holanda, llamada Duisburgo. La penosa situación en la que se encontraba Alemania tras el final de la Primera Guerra Mundial, dejando sumida a la población en la pobreza, obligándola a convivir con una hiperinflación de colosales dimensiones, aceleraron un proceso que se advertía inevitable: la partida hacia una tierra que prometía trabajo, paz, y prosperidad.

 

Como era costumbre en aquella época, el hombre partía primero en búsqueda de esa tierra, y luego trasladaba a su familia, exactamente lo mismo que hizo mi abuelo Wilhelm, un ex soldado prusiano, condecorado en dos oportunidades durante su participación en la Gran Guerra, nacido en un poblado de nombre Marienthal, hoy territorio de Polonia, de lo que ayer se conociera como el Reino de Prusia, y que decidió elegir Argentina como destino final de él y de su familia.

Wilhelm no tuvo muchas suerte a su arribo al puerto de Buenos Aires, primero pasó algunas noches en el viejo Hotel de los Inmigrantes, luego y atento la cada vez más creciente ola de extranjeros que arribaban a nuestro país, debió abandonar el hotel y así terminar durmiento en los bancos de la que hoy conocemos como Plaza Roma, ahí sobre la Av. Leandro N. Alem.

Pero claro, los milagros existen y siempre una mano amiga puede aparecer, y así fue que un compatriota de mi abuelo lo reconoció y se lo llevó a la Provincia del Chaco, donde asentado en el pueblo de Villa Angela, como uno de los tantos colonos extranjeros que forjaron su destino en tierras agrestes de nuestro territorio, desarrolló la segunda parte de su vida en esta ciudad, que antaño fuera un pequeño pueblo.

Aún hoy su casa, la misma donde vivieron mi abuela y mi madre, e incluso nacieron mis tíos, se encuentra preservada, inclusive con uno de los dos leones que sus manos esculpieron como pasatiempo artístico que le permitía olvidar los horrores de la guerra.

 

1927 es el año que marca el arribo al Puerto de Buenos Aires del Vapor Monte Sarmiento, trasladando a mi abuela Adela y a mi madre Waltraud. Cada tanto vuelvo a mirar esa foto en blanco y negro que alguien les sacó sobre la cubierta del barco, y me vuelvo a emocionar ante el juvenil rostro de la Oma (abuela en alemán) y esa niña chiquita, de rizos rubios, sentada sobre su falda, que treinta y seis años más tarde se convertiría en mi madre. No puedo dejar de imaginar el coraje de una alemana como Adela que con no mucho más de veintitantos años se embarcó con su hija, una criatura de apenas cuatro años, hacia tierras desconocidas, simplemente con lo puesto, cargando en sus precarias valijas lo poco y nada que tenían, pero invadidas de un sentimiento de fe inquebrantable depositada en un futuro de paz y de trabajo, pero sobre todo de paz, esa paz que por aquellos años parecía haber emigrado también del viejo mundo.

 

Claro está, el lector prevenido estará reparando a esta altura del capítulo en el origen italiano de mi apellido, y se preguntará cuál es la historia de la otra parte de mi familia, pues bien, los invito ahora a viajar a la no menos admirada Italia.

Mis abuelos paternos eran oriundos de Lombardía, de la región de Pavía, y habían crecido en un pueblito de montaña llamado Santa Giulietta, en el norte de la península itálica.

Como muchos inmigrantes italianos vinieron a nuestro país a finales del siglo XIX, y se asentaron en el poblado de Flores (hoy barrio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), abriendo una precaria granja láctea, donde ordeñaban algunas vacas y vendían leche fresca y algunos quesos de improvisada elaboración.

 

Como muchos inmigrantes, ninguno esperó nada del Estado Nacional, todos se hicieron trabajando, y lo poco o mucho que tuvieron lo consiguieron con su trabajo y su empeño, sabiendo que ese era el único camino para prosperar en un país donde todo estaba por hacerse.

 

Muchas veces me detengo a pensar en el día en que recibí mi título de abogado egresado de la prestigiosa Universidad de Buenos Aires, e inevitablemente vienen a mi mente mis abuelos y abuelas, y pienso en el día en que tuvieron que partir hacia esta tierra, dejando a todos sus seres queridos, sus amigos y amigas, sus cosas, sus paisajes, su tierra, intuyendo que quizás nunca volvieran a verlos, y no puedo dejar de asociar ese tremendo sacrificio, con el orgullo de ser el nieto de ellos, y sentir que mi título en gran parte es el título de ellos, porque sin su sacrificio yo jamás sería hoy lo que soy, y esto es extensivo a mi madre y a mi padre, de los cuales ya les hablaré en otro capítulo de este libro que estamos empezando a recorrer.

 

Siempre he creído, mejor dicho sentido, que el pertenecer a una familia de inmigrantes, más allá del hecho de ser argentino y haber nacido en esta tierra, me ha puesto emocionalmente con un pie en Sudamérica y otro en Europa, en una especie de silenciosa colisión interna donde el criollo se para frente a un imaginario espejo interno a observar al europeo, donde este criollo muchas veces se libra en feroz combate contra ese europeo que le exige ser disciplinado, responsable, comprometido con una actitud de formación y educación permanentes, recordándole siempre de dónde viene, señalándole que desde ese lugar donde hoy abundan los edificios modernos, con un gran parecido a la ribera del Támesis en Londres, que los argentinos hemos dado en llamar Puerto Madero, desde ese mismo lugar bajaron de los barcos sus abuelos en pos de un futuro de prosperidad que esta tierra ofrecía al mundo en aquellos años. Del mismo modo, el criollo le muestra al europeo otra cara de la moneda, le enseña el valor de la amistad, de la fraternidad, del compartir, del amor por la tierra, sentado delante de un imaginario fogón, mientras atiza las brasas, le habla de la historia de un país forjado con dolor, con sacrificio, con heroísmo, un país en el cual la vista se pierde en un horizonte infinito, donde un cielo celeste, interminablemente celeste, besa una tierra en la que los trigales con su imponente color dorado aguardan por una cosecha que en algún momento le dará paso a una nueva siembra, en un país que pareciera tener la tierra más fértil del mundo.

 

Quizás sea este uno de los grandes traumas que nos acompañan a los argentinos, al menos a aquellos que en gran mayoría, somos descendientes de inmigrantes, esa eterna lucha interna entre lo que fuimos, lo que somos, y lo que seguimos soñando ser, ese combate entre el criollo y el extranjero, esa lucha que pareciera inclusive acompañarnos desde nuestra propia historia como país, una especie de raro karma donde desde tiempos inmemoriales seguimos librando nuestros propios combates contra el invasor extranjero, aquél que ayer desembarcó en la ribera de las playas de Quilmes, en la Vuelta de Obligado, o en Malvinas, y hoy lo continúa haciendo por nuestra propia voluntad en lo profundo de nuestras almas.

 

Cuando me decidí a escribir este libro, lo hice por distintos motivos, inicialmente fue a partir de largas y repetitivas sesiones de terapia, en las que consideré hacerlo para exorcisar aquellos fantasmas del pasado que a todos se nos suelen aparecer en diferentes momentos de nuestras vidas, fantasmas que no vemos, pero de los que sentimos su presencia invasora, esa que nos bloquea, esa que no nos deja vivir nuestras vidas a pleno, esa que nos llena de miedos y nos paraliza, esa que no nos deja ser felices.

 

Hay quienes dicen que escribiendo esos espectros desaparecerán, no lo sé, al final de este libro les diré. Cierto es que más allá de estas cuestiones fantasmagóricas, tuve la necesidad de contar la historia de mi vida, tal vez por aquello del árbol, el hijo, y el libro, vaya uno a saber, un árbol he sembrado, un libro estoy escribiendo, hijos no tengo, al menos no por ahora.

 

Qué lo lleva a uno a escribir un libro como este? Esa es una pregunta sin respuesta. A veces creo que dentro nuestro, muy dentro nuestro, existe una vocecita que nos pide escribirlo, quizás para que, de alguna manera, quede registro de nuestro paso por esta vida, en esta época, con las personas que nos rodearon y nos rodean en este mismo momento, y en parte también con sus historias, las que en una especie de kirigami invisible se hallan todas entrelazadas unas con otras.

 

Tras el paso por esta vida el pintor deja sus cuadros, el músico sus partituras, el escultor sus estatuas, y el escritor sus libros, pero el ciudadano común, ese que todos los días desarrolla una misma rutina, trabajo, esposa, hijos, hogar, ese hombre o mujer según de quién se trate, si no tuviera hijos, qué deja? Quién podrá el día de mañana, en un futuro no muy lejano, tomar nota de su paso por esta tierra? Cómo se sabrá de las bondades o maldades, de las virtudes y defectos, de los sabores y sinsabores, de ese ser humano, una vez que todos aquellos que lo han conocido tampoco estén más en este plano de la vida? Pues bien, se suele decir que un libro es como un hijo para el escritor, y esta afirmación que se me antoja cierta, es una gran verdad, porque el libro sigue estando, y aunque pasen los años, más luego los siglos, siempre esa obra en los diferentes formatos en que el ser humano desarrolle su difusión, seguirá estando.

 

En algunos casos he optado por cambiar los nombres de algunas personas, especialmente a sabiendas que su mención les puede resultar perjudicial para con los suyos, de todos modos, sé que más de uno se reconocerá en el desarrollo de la lectura. Aquellos que por el contrario, han sido y siguen siendo parte de mi vida, especialmente porque se ofenderían de no ser nombrados, esos sí, podrán ser reconocidos con nombre y apellido.

 

Asimismo, algunos capítulos han de ser desdoblados por distintas razones, en un caso en particular he decidido dedicarle dos capítulos enteros a una situación de mi vida que me ha marcado por siempre, constituyendo uno de los capítulos la parte simpática de ese momento, y el otro la parte traumática, o mejor dicho, triste vivida en aquél inolvidable año de 1982.

 

No soy un escritor de raza, de modo que la intención de este libro no será la de ganar premios literarios, si alguno viene, será bien recibido, y si no, me daré por satisfecho con que llegue a las manos de aquellas personas que conozco, que son parte de mis afectos, o quizás también, porqué no decirlo, de algún desconocido lector que se vea reflejado en alguna de mis vivencias personales, y esto lo ayude a sentirse menos sólo en esta vida, o a esbozar una sonrisa ante las simpáticas historias que forman parte de mi propia existencia.

 

Pues bien, dicho todo esto, los invito a recorrer 58 años de la historia de un ser humano que ama la vida, que odia al odio, que gusta de ser un tipo sencillo, que ama la simpleza de la vida, un tipo que no tiene grandes aspiraciones, un tipo que es lo que es gracias a un padre y a una madre que han sido ejemplo y camino a seguir en su propia vida, un tipo que irán conociendo a través de cada capítulo, que los invitará a reflexionar muchas veces sobre el sentido de la vida, del amor, de la amistad, del respeto, de la ética, de la responsabilidad, del honor y de la dignidad que cada uno de nosotros debe tener hasta el final de nuestros días.

 

Entonces, vamos por ello.

 


jueves, 24 de junio de 2021


Y UN DIA ME TOCO HACER LA COLIMBA...

  

15 de Enero de 1982. Cuatro adolescentes, entre los que me encontraba, nos fuimos a pasar quince días a las playas de San Bernardo en una especie de pendiente mini viaje de egresados. Nuestros intentos de dos años atrás participando del recordado programa «Domingos para la Juventud», persiguiendo el anhelado viaje de egresados a Bariloche, habían sido infructuosos. De hecho, la mitad de nuestra división había concretado ese soñado momento, el que representaba el cierre de un ciclo como había sido el colegio secundario, disfrutando de un destino muy cotizado por aquellos días como lo eran las playas del Brasil, al que algunos de nosotros no fuimos por diferentes motivos que oscilaron entre la falta de dinero por parte de algunos padres, hasta una típica postura de adolescente rebelde en actitud solidaria con sus compañeros, como fue la mía. Recuerdo que por aquellos días ya había sido sorteado para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. Trescientos ochenta y seis cantó el boy scout que leía los números correspondientes a las tres últimas cifras del Documento Nacional de Identidad. Ejército de una, ni Marina, ni Fuerza Aérea, soldado de tierra, y yo que soñaba con hacerla en la Armada, quizás me asignaban a la Fragata Libertad y tenía la suerte de concretar un soñado viaje a Europa, y además, como si fuera poco, gratuito.

 

Martes 23 de Febrero de 1982. Ese día estaba cumpliendo 19 años, y ya me encontraba asistiendo a los cursos de apoyo dictados en la Facultad de Derecho de la U.B.A. para empezar mi carrera de abogacía en ese año, en ese maldito año.

 

Miércoles 3 de Marzo de 1982. Me había levantado temprano, como todas aquellas mañanas en las que mi único pensamiento giraba en torno a si lograría ingresar, o no, a la Universidad (en aquellos años no existía el CBC, y se debían rendir tres exámenes para ingresar a la carrera elegida, condicionado esto por cierto, a la existencia de cupos, lo que significaba que sólo ingresaba un número exacto de alumnos, de modo que si el puntaje mínimo era, no recuerdo muy bien los guarismos, de 70 puntos, y uno obtenía 69 no ingresaba). De pronto sonó el timbre, y el cartero que ya era conocido en todo el barrio, era nuestro histórico amigo de la correspondencia, le entregó un telegrama en la puerta de calle a mi madre mientras le decía «Señora, hoy le traigo malas noticias». Ese telegrama indicaba que me tenía que presentar en la calle Cerviño y Av. Dorrego en las próximas 48 horas para ser incorporado al Servicio Militar. El mundo se me vino abajo, en ese momento supe que todas las ilusiones de ingresar a la Facultad debían ser suspendidas, al menos, por espacio de un año.

 

Viernes 5 de Marzo de 1982. Salí de casa bien temprano, con lo justo, con lo puesto, un jean viejo, mis zapatillas All Stars gastadas, el pullover de punto inglés que con tanta dedicación y afecto me había tejido mi madre, un poco de dinero en los bolsillos, el documento, y el rostro de mis viejos despidiéndome y a la espera de saber a qué regimiento me iban a destinar. Recuerdo que caminé en silencio las ocho cuadras que me separaban de la parada del 55, el colectivo que me iba a llevar a destino, un destino que en principio se antojaba cierto, pero con mucho de incierto.

Sin dudas, fue una caminata eterna, pensando en mis viejos, en mis amigos, en mis sueños, en una vida que de pronto parecía haber quedado congelada en el tiempo, y a la deriva.

Recuerdo que bajé del omnibus, caminé por Av. Dorrego, doblé en Cerviño, y me presenté para ser incorporado. Aún vienen a mi mente las enormes e interminables filas de jóvenes a ser reclutados, entre los que me encontraba.

Inicialmente teníamos que cumplir con un primer trámite que era el de responder un formulario de preguntas que nos hacían los soldados viejos, esos que siendo de la Clase 1962 ya soñaban con su baja al vernos ingresar a los que éramos los futuros soldados nuevos.

Aún hoy pienso en aquél conscripto que me interrogó y de algún modo, sin saberlo, me protegió, y quién sabe si no me salvó la vida. Había una pregunta que teníamos que contestar, en cierto modo voluntariamente, que consistía en optar por cumplir con el servicio militar en un regimiento de montaña convirtiéndonos en algo así como soldados esquiadores, o ser destinados a un batallón de paracaidistas o a uno de buzos tácticos.

Claro, como siempre amé el mar, la sola mención de ser buzo, me impulsó a responderle que sí, que me gustaba la idea de buzo táctico, mientras que mi interrogador, el soldado viejo, movía su cabeza de manera disimulada de un lado a otro como queriendo indicarme que no eligiese ninguna de las tres opciones. Finalmente, le hice caso, y no elegí ninguna. Meses más tarde supe que los buzos tácticos eran los encargados de activar y desactivar minas debajo del agua. Todo dicho.

 

Esa jornada fue extraña, consistió en algo así como un día de papeleo, trámites, preguntas, y terminar sentados por varias horas en el gimnasio del Regimiento de Patricios, esperando que alguien nos indicara que iba a ser de nosotros. Finalmente, nos enviaron a casa con la consigna de presentarnos el lunes siguiente a las ocho de la mañana, para ser definitivamente incorporados.

Ese fin de semana, lógicamente, iba a ser de despedida, vinieron mis amigos a visitarme intentando darme ánimo, y dejarme un hasta pronto, que no iba a ser tan pronto.

 

Lunes 8 de Marzo de 1982. Me levanté muy temprano, volví a despedirme de mis viejos y salí de casa tomando la misma dirección en que lo hiciera el pasado viernes, repitiendo a cada instante los mismos rituales de aquél día, con una consabida diferencia, ese lunes no habría retorno al hogar. Un extraño «deja vú» a medias, con sabor amargo.

Una vez cumplidos los trámites de rigor y a la espera de saber mi destino, un militar del que no recuerdo el grado, me ordenó que me sentara en fila india junto a otros jóvenes de mi misma edad. Acude a mi memoria el recuerdo de haberle preguntado a uno de ellos si sabía cuál sería nuestro destino, obteniendo por tímida respuesta un «Escuché que nos van a mandar a un batallón de La Pampa». En ese momento, mientras mi mente sólo pensaba en la forma de comunicarle ese dato a mis viejos, un oficial pasó caminando a nuestro lado, nos miró, y sin mediar palabra alguna, dirigiéndose a mi persona, me dijo:

«A ver vos, parate, qué haces acá, quién te asignó este lugar?. No, de ninguna manera, vos te venís conmigo a Patricios, vení seguime».

Ese fue el Capitán Baldasarre, un oficial que sin saberlo me salvó la vida. Años más tarde, cuando comenzaron a publicarse varios libros sobre la Guerra de Malvinas, leyendo uno de ellos, me enteré que efectivos de un batallón con asiento en La Pampa había sido abatido por los ingleses en una incursión nocturna. Más adelante contaré algo más sobre este oficial cuya humanidad y don de gente me sorprendió en una de las tantas guardias nocturnas hechas en el regimiento.

Así fue que con el pasar de las horas nos fueron sometiendo al inevitable corte de pelo, léase rapaje, nos entregaron las ropas de fajina verde, se quedaron con nuestra ropa civil, y a los gritos nos subieron a uno de los camiones Unimog que junto a los bolsones portaequipo que nos proveyeron generaron dentro del mismo una confusa montaña de soldados y equipos, donde no cabía ni un alfiler, y donde la comodidad brillaba por su ausencia.

 

Destino Campo de Mayo.

 

Llegamos a Campo de Mayo cerca de las tres de la tarde. Nos hicieron bajar de los camiones cargando los bolsones portaequipos mientras nos conducían a un descampado en el que se encontraban instaladas unas enormes carpas con capacidad, si mal no recuerdo, para unos treinta soldados, de modo que debíamos dormir enfrentados en dos filas de quince contra quince. Tuvimos que dejar los bolsones sobre la tierra como si fueran almohadas, mientras una nada confortable colchoneta hacía las veces de colchón. Todavía puedo recordar la pequeña ventanita que daba sobre mi cabecera, la que una noche de lluvia generó que mi rostro terminara empapado, dado que no había forma de cerrarla, y tampoco de cambiar de ubicación dentro de la verde toldería. Aquella fue una de esas tantas noches en las que añoraba a mis viejos, mi casa, mi cuarto, mi cama, pensando en el día en que todo esto terminara para volver a disfrutar de la que había sido mi vida mucho antes del servicio militar.

 

Contar lo vivido durante la instrucción militar, en lo que luego me enteraría era el vivaque del Regimiento de Infantería 1 «Patricios» sito en la Puerta 4 de Campo de Mayo, requeriría otro libro, de modo que trataré de narrar aquellas vivencias, al menos las que aún recuerdo, de modo que puedan brindar una idea de lo acontecido en aquellos meses.

 

La instrucción militar como toda instrucción militar es dura, difícil, nada complaciente, muchas veces te lleva al límite de tus fuerzas, forja tu carácter, algunos dicen que ahí te convertís en hombre, y yo creo que algo de eso hay, uno deja de ser un pichón y comienza a ser un adulto.

 

Los días eran muy difíciles, toque de diana a las seis de la mañana, levantarse y cambiarse en cinco minutos, desayuno de pan y mate cocido, formación e instrucción, una instrucción que comenzaba con largas caminatas adentrándonos en las entrañas de Campo de Mayo, cargando armamento, pizarrones, elementos propios de lo que iba a ser nuestra educación para la guerra, y lo que iba a ser la peor pesadilla de esa instrucción: las «manijas» o «bailes». Y fue ahí cuando supe que el sustantivo «colimba» significaba corre, limpia, baila y barre, y vaya sí lo aprendí.

 

Por aquellos días el clima no favorecía, eran días de calor intenso y mucha humedad, y cada una de esas largas caminatas se convertía en una silenciosa y desagradable peregrinación, vistiendo ropas de fajina que no se caracterizaban por ser de tipo veraniego, y unos borceguíes que muchas veces eran un número más chico que el que uno calzaba, con lo cual las ampollas asomaban como hongos después de la lluvia, y lo que era peor, se infectaban, y luego sangraban, y ante cada nueva caminata el dolor se multiplicaba por diez, tal es así que un día volviendo de una de las tantas instrucciones de combate dos de mis compañeros tuvieron que cargarme dejando que mis brazos se apoyaran sobre cada uno de sus hombros, recuerdo el nombre de uno de elllos, a mi derecha estaba José Luis Martí, y a mi izquierda, me cuesta recordar quién pudo haber sido, de modo que no voy a dar un nombre que luego no se corresponda con quien realmente tuvo ese gesto para conmigo, no sería justo.

Los días eran interminables, las instrucciones agotadoras, comenzamos a manejar términos que nunca antes habíamos escuchado, así se sucedían en nuestro aprendizaje palabras como «combate nocturno», «pozo de zorro», «Fusil Automático Liviano», «cargador», «percutor», «P.A.F.», «P.D.F.», «F.A.L.nato»,» «F.A.L. para», «munición trazante», entre tantas otras.

 

Pero lo peor eran los «bailes» o «manijas», algo así como una pesadilla que se reiteraba una y otra vez, y que consistía en tener que tirarnos cuerpo a tierra, efectuar agotadores saltos de rana, arrastrarnos sobre la tierra, especialmente sobre los cardos florecientes, realizar flexiones de brazos que parecían no terminar jamás, y correr para un lado, y para el otro, ir y volver, y repetir una y otra vez cada uno de estos «ejercicios», hasta el agotamiento total.

Algunos no resistían, otros con mejor estado físico aguantaban, y otros hacíamos lo que podíamos para no parecer flojos y generar el enojo y la posterior reprimenda de parte de los suboficiales y oficiales a cargo, reprimenda que se traduciría en otra «manija».

Muchos al leer estas líneas seguramente se llenarán de indignación, otros en cambio, lo verán con extraña naturalidad, mientras que yo, todavía hoy pienso, si todo esto no fue una necesaria e inevitable preparación para lo que aún estaba por venir.

 

No puedo dejar de mencionar una situación de algún modo risueña, dentro de lo risueño que puede ser ese momento, cuando un sargento nos ordenó aplaudir los cardos, sí, así como lo han leído, aplaudir los cardos, y obviamente yo no iba a dañar mis bellas manos con la flor nacional de Escocia, por lo tanto generando una especie de burbuja con la unión de ambas manos, y dejando el cardo en el medio de ellas, lograba no lastimarme, hasta que este buen suboficial percatándose de mi picardía, se me acercó y tomando mis manos me las estrujó contra la bella flor al grito de «Ahh...así que vos sos vivo Gringo?».

 

 

En otra ocasión tuvimos que atravesar lo que se dió en llamar la «pista de combate», una extraña construcción que consistía en un túnel cavado en la tierra en forma de «S», y tapado con maderas o chapas que hacían las veces de improvisado techo de la misma, generando una oscuridad impenetrable, y en el que los «reclutas» debíamos ingresar cuerpo a tierra por uno de sus extremos, con los brazos en posición de estar cargando el fusil, o sea, apoyando los codos sobre la tierra, para terminar saliendo por el otro extremo.

Claro está, nunca se nos dijo qué era lo que había dentro del túnel. Grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos con lo que parecía ser un cuerpo de un animal en la mitad del conducto, de modo que al notar que se hallaba bloqueado el paso por ese bulto, el suboficial que controlaba nuestro paso desde la parte superior del mismo, sabiendo que cada soldado iba a frenar su avance ante tamaña obstrucción, emitía una orden en untono nada amigable cuyas palabras eran «Recluta...no se detenga, avance, avance, avance carajo!!!». Así fue que tuvimos que pasar por encima del cuerpo? cual si fuera un caído en combate en el medio de una cruenta batalla. Horas más tarde corrió la voz, mito o verdad, que se trataba de un perro muerto, en fin, cuestión que al salir del túnel nos esperaban dos hermosos ovejeros alemanes, por supuesto vivos, cuyo amo era otro suboficial que les ordenaba atacarnos, con lo cual había que echarse a correr como si uno estuviese deseando clasificar para las próximas Olimpíadas en los cien metros llanos, afortunadamente ambos canes se encontraban encadenados al suboficial, con lo cual su persecución siempre terminaba siendo efímera.

 

Finalmente, cuando todos creíamos que nada más podía ocurrir en la mentada pista de combate, nos encontramos con el broche final: una hermosa escalera como las que penden de los helicópteros, colgando de la rama más gruesa de un árbol que medía unos ocho a diez metros de altura apróximadamente. Aquellos de nosotros, los más pícaros por así decirlo, ya habíamos averiguado el secreto para subir por la «escalera al cielo», debíamos poner un pie de nuestro lado, y el otro por detrás enganchando la misma, de modo de no terminar en un balanceo eterno que hiciera imposible el ascenso. Ahora bien, al llegar a la parte superior del árbol uno suponía que debía bajar por donde había ascendido, pues bien, no era así, porque del otro lado del árbol uno divisaba una enorme red instalada por sobre un pozo de no más de un metro de profundidad, sobre la cual uno debía saltar al grito de «Viva la Patria!!!», o sea, efectuar un salto desde una altura de ocho a diez metros rezando por no caer y fracturarse una pierna, o un brazo, en el mejor de los casos, o en el peor terminar la instrucción junto a San Pedro. Un detalle que nunca olvidaré era el rostro sorprendido de los ciudadanos que, aguardando el colectivo que los llevaría probablemente a sus hogares, se daban vuelta para mirarnos mientras saltábamos hacia la red. Vale aclarar que ese lugar lindaba con un alambrado limítrofe a la Ruta Provincial 201.

 

Previamente a la incorporación, y como lo venía narrando en un principio de este capítulo, me encontraba asistiendo al curso de ingreso a la carrera de abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, curso que, claro está, quedó interrumpido. Sin embargo, al no exigirse asistencia obligatoria, uno podía presentarse a rendir los exámenes de ingreso directamente, por lo cual y atento mi desesperación por salir y ver a mis viejos, en un rapto de astuta lucidez, me dije porqué no valerme de la excusa de los exámenes para zafar aunque más no sea por tres días (tres exámenes) de la instrucción, y así fue.

 

Quizás lo más complejo era salir del vivaque del regimiento, dado que tenía que organizar una ingeniería increíble para coincidir con algún camión del ejército que saliera y me acercara hasta la estación Teniente Agneta del Ferrocarril Urquiza, de ahí en tren directo a Capital Federal, para finalmente, tomar el colectivo de la línea 44, el que me dejaba a cuatro cuadras de mi casa, caminar esos cuatrocientos metros en un estado deplorable, recuerden lo que contaba de las ampollas en mis pies, y con un aspecto de linyera dado que si bien vestía mi ropa civil, la mugre que tenía en la cara, en el pelo, en las manos, me hacía parecer como si el baño no fuera un lugar muy visitado por mi persona.

 

Recuerdo que una vez pude subir a un camión de provisiones que traía mercadería para la cantina de los suboficiales y oficiales, cuyo chofer con mucho miedo, porque era común que pensaran que uno podía estar desertando, me alcanzó hasta la mencionada Puerta 4. Cabe aclarar que el temor del conductor se originaba en una equivocada, más no desacertada, presunción, y en la posibilidad que, como consecuencia de una involuntaria complicidad, terminara perdiendo su trabajo, o algo peor.

 

Haciendo memoria creo haber salido tres veces de Campo de Mayo, cada una de ellas significaba llegar a mi casa, abrazar a mis viejos, darme de dos a tres duchas seguidas para poder sacarme toda la mugre del cuerpo, comer la riquísima comida que cocinaba mi madre, y dormir sobre mi añorada cama, para al otro día presentarme en la Facultad de Derecho a rendir examen, entregando la hoja en blanco, como era de esperarse atento que no tenía posibilidad alguna de estudiar, y contar con la buena onda del docente de turno al que le explicaba mi situación y que en todos los casos, uno y cada uno de ellos, me extendieron el deseado certificado acreditando que me había presentado a rendir el correspondiente exámen, gesto que agradeceré por siempre.

Finalmente, retornaba a mi casa, me volvía a cambiar, me despedía de mis viejos, y con todo el dolor del alma volvía por la misma ruta a Campo de Mayo.

 

En estas escasas salidas ocurrieron dos hechos que deseo narrar, el primero de ellos se produjo la noche del primer arribo a mi hogar. Como era de esperarse, entre tanto ejercicio, manijas y bailes, y mala alimentación, terminé perdiendo algo así como doce o trece kilos, con lo cual la noche que toqué el timbre en casa, mi madre abrió el postigo de la puerta y emitió la siguiente frase: «Joven, sí, qué desea?», mi propia madre no me había reconocido dado el aspecto que yo traía. Claro, pelo rapado, sucio, flaco, era de noche, no habia modo que me reconociera.

 

El segundo, quizás el más indignante, o no, depende cómo cada uno lo quiera evaluar, y aquí voy a hacer un paréntesis antes de contar lo sucedido.

Hay que entender que la instrucción militar no puede permitirse ser tierna como una madre con los soldados, lógicamente siempre respetando y no cruzando ciertos límites que puedan provocarle al mismo un daño irreparable, y esto es así porque a uno lo instruyen para la guerra, y en un escenario bélico uno no puede actuar como un niño, sino, justamente, como aquello para lo que lo han formado, un soldado.

 

El hecho que voy a narrar se produjo en una de esas tres noches que arribé a mi hogar, no recuerdo específicamente cuál de ellas, pero puedo deducir que fue en la última. Casi no podía caminar, mis pies estaban completamente llagados, con ampollas abiertas en talones, base plantal, tenía infecciones en las manos producto de haberme arrastrado sobre cardos, ortigas, y otras floras de similar índole, en el medio de la instrucción, de modo que lo primero que le pedí a mi madre fue que preparara el botiquín de primeros auxilios para efectuarme las curaciones que me permitieran llegar a la Facultad al otro día, y volver a Campo de Mayo.

En aquél entonces vivía al lado de mi casa una familia, excelentes vecinos, que tenían tres hijos, dos hijas y un hijo, éste último hacía poco se había recibido de médico, su nombre Homero D’Agostino, es justo mencionarlo no sólo porque le estaré por siempre agradecido, sino también por ser uno de esos médicos que honran la profesión.

Mi madre, sabiendo esto, no dudó en ir y tocarles el timbre para contarles sobre mi estado y pedirle asistencia al muchacho, el cual no dudó ni por un instante en revisar mis heridas y aplicarme las curaciones necesarias para morigerar los efectos del dolor que me producían. Nunca olvidaré la indignación que tenía, a la par de un amigo que lo acompañaba, y que estaba a punto de recibirse, al observar cómo me encontraba, luego de casi un mes de instrucción militar.

 

A esta altura de los hechos narrados, me veo obligado a detenerme y darle paso a lo será el siguiente capítulo de este libro, al que he dado en llamar «Malvinas: un capítulo de mi vida»

La razón de destinar especialmente una sección de este libro a contar lo vivido desde el 2 de abril de 1982 al 14 de junio del mismo año, responde a varios motivos, el principal desde ya, efectuar mi personal homenaje a aquellos héroes que no volvieron, y a los que sí retornaron, entre los que estuvieron algunos compañeros míos, como así también contar lo que vivimos los que, por obra y gracia del destino, o de Dios, permanecimos en el regimiento haciendo guardia, sin ser movilizados al sur, o a las islas mismas.

Desde ya, que quede claro, no es la pretensión de quien escribe ponerse al mismo nivel de los que allá estuvieron, eso sería una necedad y una total falta de respeto hacia ellos. Sí, es mi intención reflejar el sentir de los que estando acá, sabíamos que si el conflicto se extendía por mucho más tiempo, seguramente seríamos enviados a combatir, lo cual a cada uno de nosotros nos generó miedos, temores e incertidumbres. Pero la peor parte se la llevaron nuestras familias, especialmente nuestros padres, nuestros amigos y amigas, nuestras novias, cuyas lágrimas, no podíamos nosotros ver ni sentir. Con el paso de los años nos fuimos dando cuenta de su sufrimiento, el que en aquél momento con la ingenuidad y la candidez de un adolescente cumpliendo con el servicio militar no percibimos, quizás por aquello de «los ingleses no van a venir», pero vinieron, y eso ya es parte de la historia que sigue.