miércoles, 11 de agosto de 2021

 Waltraud y Victorio:

mis viejos, y si no escribo lo que siento...




Nací hijo único de padres grandes, siendo el mío un nacimiento muy esperado y deseado por ellos, especialmente por mi madre, quien en ese entonces siendo aún una luterana no practicante, ingresó un día en la Parroquia de Nuestra Señora de las Victorias, sita en las calles Paraguay y Libertad de esta Capital Federal, para efectuarle una promesa a la Virgen pidiéndole que de quedar embarazada, su hijo/a sería bautizado/a en esa Iglesia, y así fue, a mediados de 1962 comenzó con los típicos síntomas que anunciaban su embarazo, confirmando que se encontraba esperando su hijo tan deseado quien nacería un 23 de febrero de 1963, o sea, este humilde aspirante a escritor.

Si yo dijese aquí que Dios me regaló los padres más buenos del mundo, cualquiera me diría que no fui el único, o que, cuando menos, estoy exagerando, pero no, no estoy exagerando, y tampoco pongo en tela de juicio que existen y existieron millones de padres tan buenos, o aún mejores que los míos, pero si para ellos yo fui un tesoro, y no lo digo por agrandarme, así lo sentían, y así me lo hacían saber, del mismo modo que, para mí, fueron el regalo más grande que Dios me pudo haber dado.

A cada uno de ellos les debo lo que soy, la persona que educaron y formaron, mi viejo me legó el amor por la lectura, por la educación, por la música, me inculcó el respeto por el prójimo, me enseño la la bondad, porque él en esencia era un ser humano de una generosidad y de una pureza únicas, nunca olvidaré como se emocionaba ante aquellas cosas que lo conmovían profundamente, al punto de haberlo sorprendido, más de una vez, lagrimeando ante situaciones en las que cualquiera de nosotros, tal vez, nos mantendríamos estoicos, por cierto con un nudo en la garganta.

De mi vieja heredé su inquebrantable rectitud, esa forma de ser que asumo ella había obtenido de sus padres y abuelos alemanes, su amor por la familia, por los animales, y por la música, irrefrenable vocación que, de alguna manera, me transmitió, su entrega total ante un ser querido que se encontrara padeciendo de alguna inoportuna enfermedad, su alegría, su admirable respeto por la amistad, y el estar siempre rodeada de buenas amigas, su entrega, siempre priorizando al prójimo por sobre ella misma, así fue como no dudó ni un instante, a la hora de acompañar hasta su último suspiro a su madre y a su esposo, no importándole si ella misma había ingerido algún alimento, si había dormido lo suficiente, o si tenía que discutir con cualquier médico para obtener un diagnóstico preciso, nada de eso importaba a la hora de acompañar a su ser querido enfermo, esa misma actitud me fue inculcada, y así lo hice yo también con ella a la hora de su partida, y por supuesto su amor, ese amor de madre que aún creo poder sentir en mi alma después de tantos años que han pasado desde aquél día en que partió en mis brazos.

Ambos me legaron la decencia, la ética, la honestidad, el no tranzar jamás con aquellos que optan por transitar el camino de la corrupción, del robo, y por sobre todas las cosas, jamás consentir actitudes o conductas que desde lo personal o lo colectivo le provoquen daño a la tierra que te cobija, o sea a la Patria.

Recuerdos.

Uno de los primeros recuerdos que vienen a mi mente es el de una noche de verano, ellos en el balcón de casa, tomando un aperitivo, mientras yo tirado en mi cama los observaba atentamente, tratando de escuchar y entender sus diálogos, con mis escasos añitos, mientras de a poco me iba dormitando.

Imposible olvidar también mi primer día de clases en el Colegio San Cirano del barrio de Caballito, cuando me llegó la hora de asistir al Jardín de Infantes. Aún hoy, cuando paso delante de la puerta de rejas sobre la Av. Rivadavia, vuelve a mi mente la imagen de mi madre caminando en dirección a nuestra casa, mientras mi llanto desesperado no podía ser calmado por una de las tantas maestras jardineras que intentaba convencerme de que ella no me estaba abandonando, y que horas más tarde volvería a buscarme.

Años más tarde, ya siendo un adulto, mi madre me confesó que esa mañana mientras escuchaba mi llanto, no pudo darse vuelta a mirarme porque de sus mejillas también brotaban lágrimas de angustia por nuestra inevitable separación, impuesta por las inalterables estructuras educativas de aquellos años.

Al llegar el momento de asistir a la escuela primaria, los recuerdos se entrelazan a montones, en un interminable y alegre carrousel donde uno no consigue ordenar pensamientos y sensaciones.

Imposible olvidar el despertar de cada mañana, escuchando la dulce voz de mi madre indicándome que era hora de ir a la escuela, sus desayunos en los que me esperaba la clásica leche chocolatada acompañada de unas sabrosas galletas dulces que me permitían sobrellevar cada jornada, en las que los fríos días de invierno eran verdaderamente gélidos.

El llegar de la escuela, sacarme el guardapolvo blanco, y sentarme a la mesa a almorzar junto a mis padres, y a un tío hermano de papá, desesperado por contar mi día de escuela, lo que habíamos aprendido, y los deberes que nos habían dado.

Luego de cumplir con las tareas escolares, me esperaban mis juegos, la pelota, las interminables batallas imaginarias que armaba en el jardín con mi caja de soldaditos, y a la hora de la merienda, el compartir con mi padre una sucesión de series inolvidables que mirábamos con alegre complicidad en nuestro viejo televisor blanco y negro. Así desfilaban «Bonanza», «El Santo», «Los Locos Addams», «El Show de Dick Van Dyke», entre tantas otras, que nos hacían reír, o inclusive, en algún caso terminar conversando sobre la historia del Lejano Oeste, o de la Inglaterra de los años sesenta, entre otros temas que, invariablemente, me conducirían a su biblioteca a buscar más información, ávido de saber más sobre la historia y la cultura de aquellos países.

Así, mientras tanto, mi madre iba preparando la cena, la que normalmente, al mejor estilo europeo, solía tener lugar en horarios tempranos, digamos que a eso de las 20 horas aproximadamente. Esto daba lugar a que mi tío se acostara temprano, yo me quedase viendo un poco más de televisión con ellos, hasta que llegara la hora de irme a dormir.

Por aquellos años, me encontraba asistiendo a una profesora particular de inglés, la querida Analía, quien me hizo dar los primeros pasos en el estudio de la lengua de Shakespeare, situación esta que sumada al primer disco que me regalara mi madre, de Los Beatles, comenzó a generarme una curiosa atracción por la cultura británica, la que derivaría años más tarde en un hecho que pudo haber cambiado mi vida para siempre.

Uno de mis tíos, hermano de mi padre, se hallaba en una muy buena situación económica, producto de una gran carrera desarrollada en la empresa tabacalera «Particulares», la cual le permitía viajar a Europa todos los años, junto a su esposa, mi querida y recordada tía y madrina Susana, travesía que desarrollaban siempre en barco, navíos que en aquella época eran verdaderos transatlánticos.

Mi tío, a sabiendas de mi admiración por la cultura británica, tomó la decisión de proponerle a mis padres hacerse cargo de mi educación secundaria, pero no en Buenos Aires, sino en Londres, en algún típico establecimiento educativo inglés, de esos que estamos acostumbrados a ver en las clásicas películas inglesas, y vaya si mi vida no hubiese cambiado, tal vez hoy fuera docente de alguna universidad inglesa del estilo de las de Oxford o Cambridge, quien sabe...

Y así fue que un día llegó el colegio secundario, nuevos rostros, nuevos amigos, y la rebeldía adolescente que de a poco le iba señalando a mis padres que estaban perdiendo al niño que alguna vez fui, para darle paso al adulto en el que poco a poco me iría convirtiendo, o me irían convirtiendo las circunstancias de una adolescencia que transcurrió en un período complejo y muy difícil de nuestra historia, una dictadura que nos dejaría marcas a todos, algunas mayores, otras menores, pero nadie quedaría exento de sentir su alma rasgada por el miedo que devenía del autoritarismo que se nos imponía, y ante el cual los más arriesgados respondían asumiendo las consecuencias, mientras otros, como era mi caso, guardábamos impotente silencio archivando en un rincón de nuestro ser la fuerza de la rebeldía, esas ganas de levantarse y arrojarle al rostro de los autoritarios todo lo que sentíamos y pensábamos de ellos.

Uno de los recuerdos más caros de aquellos días, lo constituía la infaltable visita que nos realizaba todos los viernes por la noche mi padrino, mi tío Carlos, el hermano de mi madre. Era un momento especial de la semana que a todos nos llenaba de alegría, porque no sólo éramos familia, sino que además el ritual de ir a comprar la pizza, en aquella época no existía el delivery, compartir la mesa, tomarnos una cerveza mientras charlábamos de la vida, de los proyectos, de la familia, hasta el momento en que todos nos íbamos a dormir, porque mi padrino se quedaba a dormir en casa, y volvía a su hogar recién el sábado al mediodía, todo ese ritual como decía, generaba en nosotros una alegría conmovedora, que terminaría cuando mi tío decidió contraer matrimonio, y ahí comenzaría una nueva historia, de la cual, desde ya, todos nos alegramos.

Un capítulo aparte merece la figura de mi tío Alfredo, hermano de mi padre, quien para mí hizo las veces de abuelo, porque lamentablemente al no haber tenido la posibilidad de conocer a mis abuelos paternos y maternos, salvo únicamente mi abuela materna, la querida Oma, como le decíamos cariñosamente en alemán, del resto no pude conocer a ninguno por ser hijo de padres grandes, lo que significaba que muchos de ellos ya habían partido.

Mi tío Alfredo era verdaderamente un personaje en todo el sentido del término, no sólo jugaba conmigo al futbol así hiciera frío, o calor, disputando conmigo simpáticos partidos en el jardín de casa, sino que además era mi contrincante en los juegos de mesa, damas, cartas, ludo-matic, ruleta, en fin, todos aquellos que tuviésemos en casa eran bienvenidos para una tarde de invierno, tazas de café con leche, o té mediante, para divertirnos en reiteradas partidas de cada uno de ellos.

Fue justamente mi tío el que me quiso enseñar a andar en bicicleta sin mucho éxito que digamos, reiteradas caídas me hicieron desistir de las dos ruedas.

Recuerdo que aún a sus casi noventa años seguía subiendo al techo de casa para limpiar las rejillas que se tapaban con las hojas de los árboles, operativo que realizaba subiendo sobre dos terrazas con una escalera de madera bastante destartalada que generaba el enojo de mis padres quienes le hacían notar que un día se iba a caer y matar, ante lo cual se encogía de hombros en una actitud de indiferencia total a las advertencias hechas.

En su juventud fue un gran remero, de hecho, se hizo acreedor a muchos premios compitiendo en el Club de Regatas La Marina, en el Tigre. Aún hoy preservo uno de los trofeos que ganó en alguna de las tantas competencias en las que participó.

Si bien se casó joven con la que sería mi tía María Luisa Dabbadie, lamentablemente después de algunos años enviudó, no pudiendo tener hijos, por lo que yo me termine convirtiendo en su sobrino predilecto, como él para mí en el abuelo que siempre quise tener.

Como el gran personaje que era, tenía sus hobbies, era filatelista habiendo completado una colección enorme de estampillas de diferentes países, que terminamos vendiendo con mi madre, tras su fallecimiento. También recuerdo uno de sus hobbies más bizarros como fue su colección de etiquetas de vinos, algo realmente insólito, porque a quién se le puede ocurrir coleccionar etiquetas de las diferentes bodegas, sólo a mi tío, simpático y querible personaje, sin dudas.

Lamentablemente, sus últimos años no fueron los mejores, una aparente depresión hizo mella en su organismo, y de a poco se fue apagando, casi como esperando el momento de reunirse con todos aquellos seres queridos que ya no estaban entre nosotros, y así fue, un día, repentinamente, a sus 90 años inició su último viaje.

De los mejores recuerdos que atesoro junto a mis padres las vacaciones en Mar del Plata, deben estar entre los primeros diez, sin dudas.

Cada año, al promediar el mes de noviembre, nacía en mí la incertidumbre de saber si ese verano nos íbamos a la costa, o no.

Tal sensación provenía del hecho de la condición de jubilado de mi padre, y de ama de casa de mi madre, lo cual a las claras, no aseguraba un ingreso económico que permitiera el lujo de vacacionar fuera de Buenos Aires, ante la llegada de cada verano, pero como algunas veces suele pasar, aparece una mano amiga que te brinda su desinteresada ayuda, y en nuestro caso, así fue.

Mi padre se había hecho amigo de un sastre que, en los buenos años de su actividad laboral en el Banco Central, le diseñaba sus trajes a medida, y justamente este caballero poseía una hermosa propiedad en Mar del Plata, precisamente en la zona de Punta Mogotes, y como una forma de agradecerle a mi padre sus generosas adquisiciones y recomendaciones entre compañeros de trabajo, le prestaba la casa en la costa en los meses de diciembre o marzo, atento que eran aquellos que no alquilaba, o en temporada alta a un precio mucho más accesible para el bolsillo de un jubilado bancario.

La propiedad era verdaderamente hermosa, primer piso con un balcón enorme con vista directa hacia el mar, y en una época donde en las noches no existía el tránsito automotor de ahora, por ende, se podía escuchar el sonido del mar, ese arrullo maravilloso que regalan las olas cuando bañan la orilla.

Hay recuerdos que te quedan grabados con un afecto y un amor muy especiales. Muchas tardes salíamos a caminar por la zona, no necesariamente por la playa, sino por las calles del barrio, y casi siempre pasábamos por donde se halla el Hotel Sasso, el que aún existe, a mí me impresionaba la gran pileta que había en su predio al punto que me asomaba a través de la ligustrina desde la que se podían apreciar todas las instalaciones, lo que generaba en mí un rostro de asombro ante lo que me parecía una piscina de enormes dimensiones, tal vez lo sea, no lo sé, nunca me alojé ahí.

De esas tardes hay un recuerdo que atesoro con cierta magia, se podría decir, y eran algunas de esas caminatas en las que yo iba tomado de las manos de mis viejos, hasta que pasábamos delante de algún almacén que se hallaba abierto, e inmediatamente mi madre nos proponía entrar a comprar lo que horas más tarde se convertiría en nuestra cena, la que, en estos casos, siempre solía consistir en productos envasados extraídos del mar, o sea, atún, pulpo, calamares en su tinta, y por supuesto, para los grandes, un buen vino blanco, para mí, una gaseosa, obviamente.

Sin embargo, cuando me refiero a recuerdos con magia, lo digo porque me parece aún hoy a mis 58 años estar percibiendo ese aroma tan particular, y tan reconocible, que provenía del mar, y se mezclaba con el que llegaba, presumo, del cercano bosque de Peralta Ramos, algo así como sales marinas en conjunción con eucaliptus y pinos.

Todo eso, sumado a la presencia de mis viejos me daba una sensación de protección imposible de definir en palabras, y una niñez que me hacía sentir la vida como algo interminable, era el combo perfecto, creo que fue la mejor definición de lo que para mí es la felicidad más absoluta.

Aquellos días en Mar del Plata eran maravillosos, nos levantábamos temprano para ir a la playa, bajábamos por unos senderos que a cada lado contenían unos pantanos con aguas espantosamente estancadas de un color verdoso intenso, y unos arbustos que en combinación con lo anterior, generaban un microclima muy caluroso, hasta que uno desembocaba en unas playas enormes, lamentablemente hoy por hoy absolutamente perdidas a raíz de los complejos que se construyeron bajo la denominación de «paradores», y la inevitable erosión que el mar va produciendo con las mareas y que genera playas mucho más pequeñas.

Recuerdo que íbamos siempre a la misma playa, y siempre aparecía el playero que como buen italiano, se llevaba de maravillas con mi viejo a raíz de su ascendencia también italiana, con lo cual, siempre teníamos buenas sillas de mimbre, una gran sombrilla y lo que hiciera falta para pasar una inmejorable mañana en la arena, bajo el sol veraniego, y los insistentes chapuzones que el nene se daba en el mar.

Nuestra rutina consistía siempre en hacer playa por las mañanas, volver a nuestra casa, sacarnos la arena, ducha obligada, almuerzo, siesta, y luego salir a pasear, así podíamos irnos a recorrer toda una tarde el bosque de Peralta Ramos, o el puerto de Mar del Plata, donde mi madre inevitablemente algo se traía para cocinar por la noche, o alguna que otra vez, el centro para caminar por la Rambla, y ver los edificios del Casino y del Hotel Provincial, y claro, algo que a mí me apasionaba, entrar a visitar el Museo de los Caracoles, de donde siempre me traía alguna compra que, lógicamente, pagaban mis viejos, lo cual le haría presumir a ellos que a su hijo le aguardaba una futura carrera de biólogo marino, pero la vida me deparaba otros pasillos universitarios.

Llegados mis años de colegio secundario, recuerdo las charlas que solía tener con mi padre acerca de los nuevos temas que iba aprendiendo cada mañana ante cada materia cursada, a veces se generaban interesantes debates en torno a la figura de algún prócer que para mi padre no era tan perfecto como la profesora de turno lo había considerado, u otras me sugería acudir a los libros que se hallaban en su biblioteca para ahondar más profundamente en la figura de algún músico, o pintor que me había provocado esa mañana un interés particular, recuerdo tres en especial, en materia musical, Johann S. Bach, y en pintura, El Bosco y Alberto Durero.

En cada caso, todo terminaba en una agradable escucha de los Conciertos Brandeburgueses, o de la famosa Tocata y Fuga en Re menor, y en el caso de El Bosco, la admiración ante esas maravillosas reproducciones que surgían de sus libros de historia del arte, del mismo modo en que me impactaban las obras del gran artista del renacentismo alemán, cuya obra «El Caballero, la Muerte, y el Diablo», siempre me provocó una gran impresión, tratándose de un grabado con una profundidad en los detalles, que verdaderamente conmueve.

Existen imágenes que siempre a los seres humanos nos quedan grabadas en nuestra memoria como fotografías indelebles, que superan el paso del tiempo y de los años manteniéndose siempre vigentes. Una de esas es la de mi padre sentado en el escritorio de nuestra casa realizando crucigramas junto a su destartalado diccionario Larousse, de donde obtenía respuesta a esas horizontales o verticales tan difíciles de desentrañar. Así fue, que ya entrado en años, me pasó la posta a mí, y el placer de realizarlos, claro está, siempre con mi guiño cómplice de ir a preguntarle alguno de esos vocablos, como para integrarlo al juego, y permitirle salir un poco de aquellos amargos pensamientos que la vejez le traía a diario, probablemente, reflexionando en silencio, sobre lo que constituía el último tramo de su vida.

Curiosamente, y en tren de juegos de inteligencia, jamás aprendió a jugar al ajedrez, y aunque quise enseñarle, no hubo caso, mi padre ya no sentía esas ganas de compartir horas enteras frente al tablero disputando largas partidas con su hijo. A veces, la congoja del final, le gana el juego a la ansiedad de la juventud.

Los últimos años de mi padre fueron difíciles, su salud le jugaba en contra, lentamente se iba apagando, envejeciendo, y su organismo ya no le respondía como antes. Creo también, y sobre esto tengo cierto convencimiento, que cargaba en su mochila muchas partidas de seres queridos, sus padres, sus hermanos, amigos, y también sufrimientos que no esperaba tener a esa altura de su vida, como fue mi servicio militar en pleno desarrollo de la Guerra de Malvinas.

Sin embargo, y pese a todo, pude darle esa gran alegría que fue saber que había ingresado a la Facultad de Derecho para iniciar mi carrera de abogado, quizás una vocación que él supo tener de joven, pero que nunca pudo concretar por aquellas noches de bohemia y cafés literarios que le resultaron más atractivos que las leyes y los textos jurídicos.

Finalmente, un caluroso mes de diciembre de 1985 partió y nunca voy a olvidar el inmenso dolor que sentí aquél día, era la primera vez que la vida a mis 22 años me privaba de uno de mis padres, un dolor imposible de definir en palabras. Recuerdo que aquella tarde lloré como nunca lo había hecho, no podía asumir ver los espacios de la casa que eran suyos, sin su presencia, observar sus libros, no poder escuchar su voz, su sonido al caminar, una ausencia infinita e interminable, y el pensar que ya nunca más iba a poder compartir con él mis alegrías y tristezas, mis charlas de historia, música, o filosofía, mis berrinches y mis guiños cómplices cuando de agasajar a mamá se trataba.

Siempre me quedaré con la imagen de esa madrugada de diciembre, en el Policlínico Bancario, cuando al arribar junto a mi tío Carlos tras la noticia del fallecimiento de papá, la vimos a mi madre sentada sola en un largo y oscuro pasillo, sumergida en un llanto velado, casi pudoroso, pero de un inmenso dolor, la que al buscar refugio y contención en mis brazos, sólo atinó a decirme: «Se fue el amor de mi vida». Si de amor se nace, y de amor se vive, siempre diré que llegué a este mundo porque Dios los eligió a estos dos seres únicos y maravillosos para que me dieran el regalo de la vida, o mejor dicho, él puso el alma en el bebé que nacería de ese inmenso amor.

Mi madre fue mi refugio, mi ejemplo de lucha, fue la dignidad, el orgullo, la entereza, la fortaleza ante las más penosas adversidades de la vida, y fue mi mejor amiga, mi cómplice en muchas situaciones en las que el adolescente irresponsable contaba con la mejor abogada defensora, su madre, para justificar los deslices del hijo con sus novias, fue consejera, pero por sobre todas las cosas, fue puro amor, a su manera, claro, la germanidad no le permitía ser muy expresiva en estas cuestiones de los sentimientos, no era muy afecta a los abrazos, y a los gestos de cariño exagerados, mucho menos en sus últimos años, cuando con gran sabiduría siempre me hacía notar que un día ella no iba a estar más, y su ausencia me iba a provocar una enorme tristeza, y cuanta razón tenía.

Su enorme deseo de ser madre siempre fue mucho más allá de dar a luz un único hijo, su amor y vocación por la maternidad la hicieron soñar con tener una familia similar a la que muchos pudieron conocer a través de la película «La Novicia Rebelde», la famosa familia «Von Trapp», pero las circunstancias, a veces, inevitables de la vida, se lo impidieron, no sólo por la edad que tenía, sino porque además una mala praxis la colocó en una situación de extrema peligrosidad si volvía a quedar embarazada, por lo cual, tuvo que desistir no sólo de su sueño de ver una casa llena de niños y niñas, sino lo que fue aún peor, comenzar a preocuparse por un futuro que en algún momento podía significar que si su hijo no formaba su propia familia, pudiera quedar solo en la vida, sin la compañía y el apoyo de hermanos o hermanas.

Una de las tantas cosas que aprendí en la vida ha sido que ser hijo único tiene una hermosa y terrible consecuencia a la vez, todo el amor de tus padres se concentra en tu persona, con lo cual uno llega a ser una especie de privilegiado, pero al mismo tiempo, el día que ellos no están más, el sufrimiento ante sus pérdidas es mucho mayor, lo cual me lleva a recordar el título de esa hermosa canción de Brian May, compuesta por otros motivos, pero cuyo concepto completa esta idea: «Too much love, will kill you», o algo así como «Demasiado amor, te matará», lo cual yo lo interpretaría como «Demasiado amor, te hará sufrir mucho más».

No estaría faltando a la verdad si dijera que mi madre no conocía el miedo, ni los imposibles, basta recordar que cada vez que una gripe hacía estragos en mi persona, o en la de mi padre, ella sin titubeo alguno salía a buscar una farmacia de turno con las indicaciones del médico, sin importarle ni la hora, ni el clima, ni la distancia. Recuerdo que una vez estando de vacaciones en Mar del Plata, mi padre contrajo una bronquitis, y ella salió raudamente en una noche inclemente con lluvia y frío a buscar una farmacia que estuviese de turno donde conseguir el medicamento necesario para estos fines, debiendo caminar casi hasta el centro de la ciudad feliz (recordemos que nosotros estábamos en Punta Mogotes, o sea, en el otro extremo del centro marplatense), sin dudas, esto la definía, era una absoluta luchadora, imbatible, con pizcas de arrojo, imprudencia, coraje, solidaridad y un amor incondicional, no se detenía jamás a medir posibles consecuencias de su accionar, una verdadera Valquiria.

En general, su vida no fue nada fácil, ya de muy joven tuvo que salir a trabajar postergando cualquier proyecto vocacional que soñara concretar, inclusive algunas veces dejó de comer por un día, o más, porque su sueldo sólo alcanzaba para alimentar a su madre enferma, a su pequeña hermanita, y a sus hermanos adolescentes. Recuerdo que me llegó a contar sobre ciertas mañanas en las que llegaba al trabajo y sus compañeras notaban su rostro cansino y pálido producto de la dieta forzada que estaba llevando a cabo, lo que generaba inmediatamente la reacción de sus amigas que no dudaban en pagarle un buen desayuno, para que al menos pudiese sentirse un poco mejor.

Años más tarde, sufrió uno de los golpes más duros, su hermana del alma, mi tía Margot, necesitó realizarse una delicada operación de corazón, y debido a una mala práxis, falleció en el quirófano con apenas 23 años, lo cual literalmente destruyó anímicamente a mi madre, la que se hallaba con un embarazo avanzado de siete meses.

Al año siguiente, o sea, el de mi nacimiento, las cosas no fueron tampoco nada fáciles para ella, a los pocos meses de mi venida al mundo, desarrolló un hipertiroidismo, más precisamente lo que se conoce como un bocio, que al ser diagnosticado por los médicos, le hicieron tomar conocimiento que apenas le quedaban unos pocos meses de vida. Sin embargo, como buena luchadora que era, con ese coraje envidiable que siempre tuvo, libró su gran pelea contra la enfermedad, por supuesto, con la ayuda de excelentes profesionales del Hospital Rawson, y como era de esperarse la ganó, nadie la iba a privar de su vocación de madre y del cuidado de su hijo recién nacido, y así fue.

Así fueron pasando los años, y los duros golpes de la vida no cesaban, en abril de 1975 falleció su madre, mi querida abuela, la Oma como nos gustaba llamarla en alemán, y como si fuera un estigma del destino, su cuerpo le volvió a pasar factura, debiendo operarse de un nódulo mamario que afortunadamente fue benigno, pero que nos puso en vilo a todos.

Mi servicio militar allá por 1982 generó en ella uno de los peores pensamientos que una madre pueda tener y sentir, la posible pérdida de un hijo en una guerra, un hecho que también dejó secuelas en su espíritu, y de las que me he referido en el capítulo relativo a «Malvinas, la otra historia».

Siempre he creído que ante cada duro golpe de la vida, se producen heridas que dejan cicatrices en el alma, algunas con el paso del tiempo van desapareciendo, otras quedan para siempre, son indelebles, y quizás sean estas últimas las que en el tramo final de la vida se vuelven a abrir, y nos generan otro tipo de sufrimientos y padecimientos, son como virus aletargados que despiertan y vuelven a hacer daño, así fue que en sus últimos años el cuerpo de mi madre en una fatal combinación de insuficiencias cardíaca y renal, la tuvieron a maltraer durante largos dos años, en los cuales las internaciones en el Policlínico Bancario eran habituales, siendo muchas veces de uno o más meses.

En aquellas jornadas todo lo que ella me había enseñado durante años sobre el cuidado y la atención de un ser querido enfermo, se hicieron presentes. Aquellas lecciones que yo había aprendido con sólo verla, con sólo observar cómo no se detenía ante nada, cómo discutía con los médicos, o cómo podía caminar cuadras enteras para la obtención de un medicamento absolutamente necesario, se volvieron práctica cotidiana en mi propia conducta.

Aquellos días fueron terribles, y no encuentro otro adjetivo para describir lo vivido, luchamos codo a codo con ella, los dos solos, sin dejar de mencionar en el tramo final de sus últimos días de vida la compañía de su hermano, mi tío Carlos, que cual gladiador, a sus 74 años no dejó de hacerme el aguante.

Recuerdo llegar a casa, y poder leer en el rostro de mi madre si ese día íbamos a terminar en la guardia del policlínico, o no, imposible olvidar las corridas en ambulancia, las internaciones con lo que eso implicaba en materia de trámites burocráticos, las conversaciones y discusiones con los médicos, el no comer adecuadamente para no separarme de su lado, el haber dormido en una silla, o incluso en el piso de la habitación, el estar atento a los tubos de oxígeno cuyos medidores estaban siempre rotos, y la única forma de saber cuándo se estaba quedando sin provisión, era al momento de indicarme que no podía respirar, lo cual hacía que yo saliera corriendo desesperadamente en búsqueda de la enfermera de turno para que, de manera urgente, nos proveyeran de uno nuevo, el darle de comer en la boca muchas veces por su extrema debilidad, mis rezos en la capilla pidiendo un milagro para poder traerla nuevamente a casa, diciéndole a Dios que no me importaba cuantas veces tuviera que volver a hacer todo lo que estaba haciendo con tal de tenerla conmigo muchos años más.

Mi lucha fue solitaria, nadie me ayudó, y lo digo con orgullo y con rabia contenida, aquellos y aquellas cuyas conciencias les dictaban dar una mano y no lo hicieron algún día deberán responder ante Dios por haber mirado hacia otro lado, como premiados han sido y serán los y las que no teniendo ninguna obligación ofrecieron su ayuda, como lo hiciera mi querida vecina Sofía que padeciendo un cáncer que ya le había producido metástasis, se ofreció a lavarme y plancharme mi ropa, situación ante la cual, desde ya, me negué, pero vale destacar este gesto de un ser humano verdaderamente digno.

Desde luego, la peor parte la llevó mi madre, con tratamientos que muchas veces debían ser realizados en la Sala de Unidad Coronaria, o de Terapia Intensiva, por el extremo grado de peligrosidad de las drogas que le suministraban, y claro está, todo esto sin dejar de mencionar su rostro preocupado por todo el sufrimiento que ella percibía en mi persona, el agotamiento, la pena, la impotencia, los mismos sentimientos que ella alguna vez también tuvo cuando fallecieron su propia madre, o incluso mi padre.

Una tarde de julio de 2007, ella entró en un coma profundo, hizo un paro cardiorrespiratorio en mis brazos, y finalmente una semana después partió, la noche del 17 de ese mismo mes.

Así como aquella madrugada de 1985 la encontré en lágrimas, diciendo que se había ido el amor de su vida, yo también aquella mañana de 2007 en el Cementerio Alemán me decía a mi mismo que se había ido mi mejor amiga, mi madre, mi compañera de picardías, mi cómplice y abogada defensora de mis deslices juveniles.

Ahora me había quedado definitivamente sólo, y tenía la obligación de reconstruirme, de renacer de tanto dolor, y así fue, pero eso es tema de otro capítulo.

No puedo decir que no los extrañe. En estos tiempos tan aciagos que nos toca atravesar, su ausencia multiplica en mí la necesidad de tenerlos a mi lado. La angustia y la tristeza de haber perdido a mis viejos, el capitán y la contramaestre de mi vida, de mi hogar, los que me sabían señalar el camino, hoy el no tenerlos ha convertido mi existencia en un navío a la deriva, sin dirección, por más que intente tomar el timón y enderezar el rumbo, no lo consigo, a veces tengo miedo de terminar encallando, o de que alguna tormenta perfecta como la que en este momento de la humanidad nos está castigando, me haga naufragar.

No sé cómo habrá de terminar esta historia, no sé si algún día se cumplirá aquello de «No hay mal que dure cien años», lo único que sé es que le pido a Dios que podamos volver a la vida que conocimos, que yo pueda enderezar el barco y evitar el naufragio. No sé si lo conseguiré, trato de no perder las esperanzas, aunque muchas veces la desazón, la tristeza, y la desesperanza, me tuercen el brazo, y me sumergen en abismos oscuros, de los que logro escapar simplemente cerrando mis ojos y volviendo hacia aquellos momentos que me hicieron feliz cuando todo era distinto, cuando todo era diferente, cuando cada mañana era una nueva aventura rebosante de ganas de vivir, cuando uno esperaba con ansias ese sábado del encuentro con los amigos, del recital tan esperado, del cosquilleo en el cuerpo a la hora de pensar en sacar un tema nuevo en la guitarra, o el compartir en la cervecería de Gustavo esos hermosos momentos con los amigos y amigas de ISA, con mi prima y Adriano, y con tantos más que alegraron los días de aquél que por única compañera encuentra en su vida, simplemente una maldición nunca soñada, que se llama soledad.

Este capítulo nació como un homenaje a mis viejos, no quiero terminarlo sin expresar mi profunda convicción, que nace de mi fe, en saber que por ahí han de andar, tal vez espiando lo que narra este humilde aspirante a escritor, generando en mí la fuerza y la esperanza de una vida mejor, de un futuro que aún está por llegar.

 

lunes, 26 de julio de 2021

 

Y una noche un Cronopio vino a casa a cenar...

  

Dedicado a la memoria de Julio Cortázar y de mi padre, don Victorio

 


Julio Cortázar es una parte de la historia de mi familia, y es también una parte de mi propia historia.

En capítulos anteriores mencioné que mi padre ingresó al Banco Central de la República Argentina allá lejos y hace tiempo, probablemente a pocos años de su fundación, o incluso a partir de su misma creación ocurrida en el año de 1935, habiendo desarrollado una importante carrera en la que ocupó diferentes cargos jerárquicos, hasta su jubilación a principios de los años sesenta, que lo encontró ocupando una subgerencia en la conocida entidad bancaria, tal vez, y esta es una opinión personal, si hubiese sido un poco más joven, y con las acertadas conexiones, podría haber llegado inclusive a ocupar un cargo mucho más alto dentro del Banco Central.

De todos modos, su decisión de jubilarse respondió a un natural cansancio producto de muchos años de compromisos laborales, responsabilidades muchas veces no correspondidas por las autoridades de turno, y el deseo de compartir mucho más tiempo con su familia, en definitiva, nada nuevo bajo el sol con respecto a lo que ocurre hoy día. 

Ahora bien, esta introducción responde a un hecho que marcaría el nacimiento de una amistad que aún hoy me sigue sorprendiendo, una amistad de no muchos años, pero lo suficientemente consolidada como para generar esa empatía necesaria entre un empleado bancario y el gran Julio Cortázar, en la que mi padre, durante años, procuró obtener una vasta cultura, nacida de la necesidad de un crecimiento personal alimentado en la posesión de una gran biblioteca cuyos libros de literatura, pintura, filosofía, historia, entre otras disciplinas y artes, eran leídos con sagrada devoción, sino porque además al haberse rodeado de una bohemia que por aquellos años se traducía en interminables horas de debate sobre cada una de estas materias, consumiendo cantidades interminables de cigarrillos y algunas bebidas espirituosas que, en noches eternas, no hacían más que convertir aquellas mesas en universidades que no otorgaban títulos, pero que acreditaban el cursado de materias que, probablemente, no se dictaban en aquellas que sí los otorgaban.

Así fue que un día de tantos, a principios de la década del cincuenta Julio Cortázar obtiene una beca del gobierno francés y viaja a París, ciudad en la que viviría hasta el final de sus días.

Desde luego, el traslado a Francia implicaba para Cortázar una serie de trámites, que imagino, tendrían que ver con poder mudar sus pertenencias personales, léase su biblioteca privada, sus discos de música clásica y jazz (recordemos que era un amante de este género musical), entre otras cosas, al país galo.

Y aquí entró a jugar mi padre, quien ocupando por aquellos años una jefatura en el ámbito del Banco Central, por esas extrañas casualidades, o causalidades del destino tuvo que intervenir en la enmarañada burocracia de los odiados trámites que le permitieran al querido Cronopio, poder efectuar el traslado de sus pertenencias a suelo europeo. Recordemos que, si bien, este tipo de trámites suelen ser de exclusiva responsabilidad de la Aduana, por aquellos años por motivos que desconozco también intervenía una oficina del Banco Central en la que, justamente, se hallaba trabajando mi padre.

El encuentro fue inevitable. El autodidacta y el escritor. Puedo imaginar en mi mente los diálogos que deben haber nacido de ese choque de culturas, conversando sobre los autores del momento, sobre jazz, un género que también apasionaba a mi padre, con menos devoción, por cierto, que la que de por sí tenía Cortázar, puedo imaginarlos debatiendo sobre pintores, sobre la historia de Europa, y sobre el antiperonismo que ambos profesaban por aquellos años, y que, en este último caso daría nacimiento a uno de los cuentos que integran su obra «Final del Juego», nacido en una experiencia vivida por mi padre y luego narrada a Cortázar, quien a través de su pluma diera a luz el cuento «La Banda».

Mi madre me contaba que la amistad entre mi viejo y Julio se consolidaba cada día más, de alguna manera, imagino que había encontrado su «alter ego», en un amigo con quien podía compartir largas charlas culturales, recreando en su imaginación ese viejo trauma que todos los hijos y nietos de inmigrantes suelen tener respecto del viejo mundo, esa nostalgia, tal vez esa añoranza de vivir en países con historias tan ricas, tan profundas, y donde la cultura no es una mala palabra, sino una necesaria forma de crecimiento. Con Cortázar podía retroalimentar esos diálogos, hasta que el sol volviera a anunciar el nacimiento de un nuevo día, mientras los ceniceros agotados de tantas cenizas, veían a los vasos llorar la última gota de whisky, marcando el fin de una nueva noche de bohemia.

En otra oportunidad mi madre me llegó a contar sobre una cena que tuvo lugar en nuestra casa, a la que asistió Cortázar junto a la que luego sería su esposa, Aurora Bernárdez, narrándome no sólo los diálogos que tuviera ella con la primera mujer de Julio, sino además señalándome el lugar del comedor de casa donde se había sentado Julio Cortázar, lugar sagrado si los hay en mi hogar, dicho sea de paso.

Finalmente, el querido Cronopio viajó y se instaló en Francia, más precisamente en París, entiendo que trabajando para la Unesco, y hete aquí que esto dio inició a un cruce epistolar entre Cortázar y mi padre, donde no solamente le contaba muchas de sus vivencias en París, sino además en algunas de sus cartas, su enorme generosidad llegó al extremo de invitar a mis padres a viajar a Francia no solamente para continuar las charlas que solían tener con ellos en nuestro país, sino además para llevarlos a conocer la ciudad luz. Vaya uno a saber cuál fue la razón por la que mi viejo declinó tal invitación, nunca supe las razones aunque puedo inferir que la bendita grieta hizo su aparición en aquella amistad, mi padre comenzó a simpatizar con una derecha liberal, mientras que, sabido es, Julio Cortázar mutó de su conocido antiperonismo a una postura de izquierda mucho más extrema, de modo que como derechas e izquierdas suelen ser irreconciliables, mucho más en la forma en que las entendemos en nuestro país, la amistad tocó a su fin.

Es de destacar que muchas de esas cartas inéditas, que aún poseo, y que no voy a dar a conocer en este capítulo, en razón de haber tomado la decisión de escribir un segundo libro dedicado enteramente a la amistad entre mi padre y Julio Cortázar, una vez terminado este, es donde las daré a conocer enteramente, con alguna que otra sorpresa de material exclusivo que aún no ha visto la luz. Justamente, por esta razón, es que este es un capítulo corto del libro.

Los años pasaron y las diferencias ideológicas se profundizaron, llegando al extremo de ponerle fin a una amistad que pudo haber sido diferente, donde el error de poner el carro delante de los caballos, o sea, priorizar lo ideológico por sobre lo afectivo, terminó convirtiéndose en una gran equivocación, pero como en toda amistad, en la que siempre habrá buenas y malas, lo importante es saber pedir perdón a tiempo, porque muchas veces puede ser tarde para hacerlo, y no está bueno no permitirse insuflarle nuevos aires a una amistad, especialmente, una como la que tuvieron mi padre y Julio Cortázar.

En lo personal, siempre lamenté no haberlo conocido y tratado en persona, sin embargo, cada vez que miro los reportajes que le hicieron y que hoy pueden ser hallados en muchas de las redes sociales, o incluso en YouTube, tengo la sensación de haberlo conocido, siento que de alguna manera, hay algo de su espíritu flotando en mi casa, quizás la lectura de su obra, que llegó a mis manos simplemente por hallarse en la biblioteca de casa, o por mi propia iniciativa de comprar algún libro que no estaba entre las pertenencias bibliográficas de mi padre, lograron ese efecto, porque lamentablemente no recuerdo que alguna vez en mi colegio secundario nos hicieran leerlo, infiero que seguramente sería uno de los tantos autores prohibidos por la dictadura. Con seguridad su "Libro de Manuel" le otorgó el sello de escritor y persona "non grata" para las autoridades educativas de facto.

Finalmente, promediando el mes de febrero de 1984, y tras haber visitado nuestro país por última vez ante la naciente democracia, Julio Cortázar muere en París, siendo sepultado en el cementerio de Montparnasse, junto a la tumba de su última esposa, Carol Dunlop.

Curiosamente, mi padre también falleció en diciembre de 1985, apenas dos años después de la partida del Cronopio. A veces mi imaginación vuela, y los puedo imaginar hoy a todos reunidos en una gran mesa en el cielo, siguiendo con sus debates, diferencias ideológicas saldadas, mientras desde allá arriba, lo miran a este loco aspirante a escritor intentando terminar su primer libro.

 La vida es como una rayuela, algunos llegan al cielo a la hora del final del juego, otros pelean su último round, mientras que en una casa tomada, el perseguidor atiza todos los fuegos, el fuego, mientras yo sigo rindiendo el examen con mis relatos de cronopios y de famas.

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 25 de julio de 2021

 

SEGUIR VIVIENDO SIN TU AMOR...




Lo primero que voy a decir sobre este capítulo es que los nombres han sido cambiados por decisión del autor, preservando, en la medida de mis posibilidades, la privacidad de las mencionadas. De todos modos, algunas, cuando lo lean, con seguridad se reconocerán en la narración.

Para ello, opté, simpáticamente, por reemplazarlos por nombres antiguos de mujer, respetando siempre la misma primer letra del nombre, o sea, siempre habrán de coincidir la primer letra del nombre real con el nombre antiguo.

Amé. Amé como se debe amar, con respeto, con afecto, con ese brillo en los ojos que ilumina la noche cuando la ves a ella, ahí, esperándote, para abrazarla y darle ese beso que jamás olvidarás.

Tuve varias novias, no la cantidad que me otorgarían el título de «gigoló», tuve las suficientes, ni pocas, ni muchas, suficientes.

Alguna vez escuché decir que cuando se le pregunta a un hombre con cuantas mujeres estuvo, el hombre suele responder un número normalmente falso, o sea, si dice 20, en realidad fueron 10, en cambio las mujeres ante la misma pregunta suelen responder que han estado con un número menor de hombres, de los que en realidad han estado, o sea, si dicen 5, han sido 10, verdad o mentira, vaya uno a saber, en lo que a mí respecta les voy a contar estrictamente la pura verdad.

Siempre sentí que cada novia que pasó por mi vida y que realmente amé, sus nombres quedaron grabados por siempre en una parte de mi corazón.

Desde adolescente siempre renegábamos con mis amigos porque no conseguíamos chicas, organizábamos una fiesta de cumpleaños y para que vinieran un par de ellas, teníamos poco menos que poner un aviso en el diario. Mala suerte, timidez, nerds, un poco de todo, hasta que un día allá por 1981, con mis escasos 18 años recién cumplidos, tuve que someterme a una intervención quirúrgica menor, algo sin importancia, pero que no me permitió salir de casa por unos días. En aquél entonces, junto a mi amigo Marcelo habíamos asistido a una clásica fiesta de 15 años de la hermana de un ex compañero de escuela primaria, donde conocimos a Calista y Saturnina (no voy a dar apellidos por razones obvias). Con Saturnina pegamos onda de entrada, pero el pibe era tan nerd que no sabía cómo sacarle un beso a la susodicha, de modo que las salidas se sucedían como si fuésemos hermano y hermana, o sea, sin tocarnos ni el meñique.

Pues bien, volvamos al post operatorio: una tarde me llama Marcelo y me dice que va a venir a visitarme con Saturnina y una amiga, que no era Calista, bueno, si ustedes creen que Cupido no existe, yo les digo que sí. Aquella tarde de invierno, sonó el timbre en casa, mi madre se dirigió a abrir la puerta sabiendo que era mi amigo con las chicas, y mientras yo corría a la puerta a recibirlos, inesperadamente se cruzaron nuestras miradas con Clorinda, la amiga de Saturnina, y fue flechazo sin retorno.

Con Clorinda supe lo que era estar enamorado. Comenzamos a salir, y sin dejar pasar mucho tiempo, una tarde sentados en un banco de las Barrancas de Belgrano, le robé el primer beso, que además fue el primer beso de mi vida, ese que uno jamás olvidará.

El noviazgo con Clorinda no duró mucho, apenas un mes y medio, quizás éramos todavía muy chicos para pensar en amores eternos, y tal vez, duró lo necesario para que ambos supiésemos lo que era amar.

Su rostro, su perfume, su mirada, me acompañó por un tiempo largo, incluso hasta en los primeros días de la colimba, de hecho no podía dejar de pensar en ella, aún sabiendo que ya lo nuestro había terminado y no tenía vuelta atrás.

Y tal como lo dije, vino la colimba, y con ella mi segundo noviazgo: Máxima.

A ella la conocí una noche de las pocas que logré salir de franco del cuartel, en «Saint Thomas», una discoteca que quedaba cerca de casa, y a la que nunca conseguíamos entrar, siempre nos rebotaban por el famoso derecho de admisión, pero aquella noche de octubre de 1982 tuvimos suerte, y logramos entrar.

Claro, como todas las noches, nuestros levantes era nulos de nulidad absoluta, lo que dábamos en llamar «rebotes» estaban a la orden del día, o de la noche mejor dicho, hasta que cuando el reloj indicaba casi las cuatro de la mañana, y con más ganas de irme, que de quedarme, levanto la vista y la veo a ella, a Máxima, me le acerco, la invito a bailar, ella acepta, y tras conversar los reiterados temas de siempre, me da su teléfono y quedamos en llamarnos y vernos.

Y así fue que comenzamos a salir, y una noche, cuál príncipe azul, formalicé mi romance con ella, como se hacía antaño, en el zaguán de su casa.

Recuerdo que salimos varios meses, en los que, no sé porqué, supongo que sería porque me gustaban esos boliches, terminábamos siempre en «Ponciano», «Mathokos», o «Club 77», las discotecas que estaban enfrente de River Plate.

Mi noviazgo con Máxima fue complicado, el servicio militar no me permitía verla muy seguido, y las veces que podíamos salir el cansancio me vencía y en lo único que pensaba era en meterme en mi cama y dormir.

Cuando la colimba venía tocando a su fin, y los francos eran mucho más frecuentes, algo así como un 24x48 horas, lo que significaba un día de guardia, por dos de franco, la tentación de salir a divertirnos con los compañeros del servicio militar a lugares muchas veces «non sanctos», me pudo más que el noviazgo con Máxima, de modo que comenzaron las excusas tontas, las torpes mentiras, la complicidad de mi pobre madre cubriendo los deslices de su hijo, y como era de prever, la relación tocó a su fin. Nunca pude pedirle perdón a Máxima por eso, y debo reconocer que fuí muy cobarde y tonto, al no hacerlo, ella no se lo merecía, y si simplemente le hubiese dado una explicación honesta, y me hubiese comportado como me enseñaron mis padres, tal vez, todo hubiese sido distinto, pero eso no ocurrió y hasta el día de hoy lamento haber actuado de ese modo.

1983 representó para mi uno de los mejores años de mi vida, no solamente porque me fuí de baja del Servicio Militar, recuperando mi vida civil, sino porque además, del regreso de la democracia, y de las mejores vacaciones que tuve junto a mis amigos en diciembre de ese año en Mar del Plata, conocí a uno de los más grandes amores de mi vida: Gertrudis.

Gertrudis fue de todo, fue todo amor, y todo picardía, fue sensualidad, y sexualidad, fue política y discusión por política, fueron su madre y su padre, fue Parque Patricios y cigarrillos, fue besos y abrazos interminables, fue compañera y amiga, fue una parte importante de mi vida, y una porción de mi corazón.

La conocí una noche en Pinar de Rocha, también cuando parecía que ya estábamos más para irnos, que para quedarnos, la ví en un rincón, junto a su amiga Casilda, y hacia ahí me dirigí junto a un amigo que sin mucho éxito no logró nada de su amiga, y se retiró derrotado, mientras el pisciano insistente la convenció a Gertrudis de salir a bailar.

Y otra vez, terminando la noche, ella me dio su teléfono, al que prestamente iba a llamar al día siguiente, a sabiendas que se iba para Bariloche en apenas una semana, con lo cual no había tiempo que perder, había que definir el partido antes del alargue, porque en los penales podíamos terminar perdiendo.

Y así fue, que una fría noche de un 14 de julio, mientras la acompañaba tempranamente a su casa, en aquella época no era muy común que dejes a tu chica tarde, al contrario, eso te hacía restar puntos con sus padres, casi cuando le voy a arrancar un beso para sellar nuestra relación, aparece el padre que había salido a pasear a la perra, qué mala suerte pensé, entonces muy educadamente lo saludé, le dije a Gertrudis si no quería ir a dar una vuelta por el barrio, una vuelta por el barrio!!! Como si ella no conociera su propio barrio!!! El tipo no sabía cómo hacer tiempo para que el padre volviese a entrar con la perra, y cuando la ecuación de Kronos indicaba que ya no había peligro, volvimos, y ahí, nos besamos y dimos inicio a una relación de más de dos años, que tuvo de todo, sabores y sinsabores, alegrías y tristezas, amor y desamor, sin embargo, reconozco que fue una de las mujeres que más amé en mi vida, y quizás, de la que estuve más enamorado. El tiempo pasó, la relación no terminó bien, cada uno tomó caminos distintos en la vida, y muchos años después por estas cosas de las redes sociales, nos reencontramos, nos pedimos perdón por los errores, y hoy somos buenos amigos. Curiosamente, esa noche, la del reencuentro, soñé con su madre ya fallecida, con la que yo discutía acaloradamente de política, ella intransigente, yo radical alfonsinista, y nunca nos poníamos de acuerdo, pero me quería igual, y esa noche soñé con ella, venía y me daba un beso en la mejilla como agradeciéndome que nos hubiésemos perdonado mutuamente con su hija. Nunca olvidaré ese sueño.

Los años pasaron, yo seguía enamorado de Gertrudis y cada vez que íbamos con mis amigos a bailar, o a tomar algo a algún pub de moda, la buscaba con la mirada entre las presentes, claro, sin éxito.

De modo que como pasa siempre en otros órdenes de la vida, las heridas van cicatrizando y de a poco el dolor va desapareciendo, lo cual le cedió paso a un período de mi vida que yo daría en llamar la época «Touch and Go».

Empecé a ir a bailar muy seguido a distintos lugares de moda y no tan de moda, conocía a alguna linda señorita, casi siempre charlando, lo mío nunca fue el baile, salíamos un tiempo, desde ya, no le dábamos cabida a Mr. Cupido, y todo terminaba como si nunca nos hubiésemos conocido, hasta que llegó a mi vida Lucrecia, quien despertó en mí una atracción especial, no la podría definir, su onda, su simpatía, no lo sé, el tema es que ella estaba de novia, con lo cual me ví obligado, por algo que para mí es NO NEGOCIABLE, a frenar en mis intenciones, por aquello de «no le hagas a otros, lo que no quieras que te hagan a tí». De modo que, como era de preverse, la relación se tornó imposible, y ahí quedó un proyecto de pareja flotando en el limbo. Con los años, me dí cuenta que nunca hubiese funcionado, y ella, lo cual me alegra, formó su familia, se fue a vivir a otro país (no por culpa mía, aclaro, bah...eso creo...jajaja), y ahí desarrolló una brillante carrera profesional.

Años más tarde llegó a mi vida una compañera de Facultad, una relación que mejor es olvidar, que traer a colación, no porque haya sido mala, sino porque a veces uno se equivoca y cree ver en la otra persona la posibilidad de una relación estable, compatible, y a veces, no es así, y uno empieza a darse cuenta que las diferencias son irreconciliables en todos los ámbitos, cultural, familiar, religioso, en fin, y cuando la cosa no da para más, se termina, y así fue. Nos recibimos juntos de abogados, pero la relación no daba ni para poner un estudio jurídico en sociedad, de modo que cada uno tomó por caminos diferentes, y yo volví, no por mucho tiempo, a mi clásica soledad.

Unos meses más tarde llegó a mi vida Celestina, y con ella la primera vez que se presentó ante mí la posibilidad de formar una familia, ser padre, y vivir la vida de otra manera, del modo en que mis propios padres me enseñaron, pero las cosas no salieron como soñamos. Siempre he creído que algunas relaciones son las correctas, pero a veces nacen en el momento equivocado, tal vez si hubiesen ocurrido mucho antes, o mucho después, la historia hubiese tenido otro final.

Cuando se es hijo único, y uno queda al cuidado de su madre viuda, cuyos años van pasando y con el paso de ellos su organismo se deteriora día tras día, la necesidad de tener a su lado a alguien que la pueda cuidar con responsabilidad, con compromiso, y por sobre todas las cosas con eficiencia, se vuelve cada vez más inevitable. Desde luego, muchos me dirán, de hecho, me lo han dicho en varias oportunidades que hay personal lo suficientemente capacitado para tomar ese lugar, claro, había que pagarlo, y no se caracterizaban por ser muy accesibles sus honorarios, y un geriátrico para mí nunca fue una opción, por ende yo me ocupaba de asistirla en todo momento, con sus médicos, con sus descompensaciones, hasta llegué a cambiarle sus pañales como a una beba, nunca le hice faltar nada dentro de lo humanamente posible. Todo esto lo hice bajo una convicción para mí, también, NO NEGOCIABLE, porque cuando uno nace, cuando uno es un bebé, tus padres son tus deudores, y tú eres su acreedor, pero no en el sentido económico del término, sino porque ellos tendrán que cuidarte en todo momento, porque tú como bebé que eres, no lo puedes hacer, pero cuando ellos se vuelven grandes, cuando ellos llegan a la ancianidad, muchas veces, la ecuación se invierte, y ellos pasan a ser tus deudores, y así debe ser, siempre lo he creído de esa manera, y en esto no negocio, no tranzo, los viejos se merecen el mayor de los respetos y de los cuidados, aún si te toca pagar un precio muy alto, y yo lo tuve que pagar.

Con Celestina supimos construir una relación de pareja única, donde sabíamos leernos uno al otro, algo que no cualquier pareja consigue, se trata de saber interpretar el alma del otro, saber cuándo tu pareja está bien, cuándo está mal, es el extrañar su presencia cuando no está, es esas ganas de verla en todo momento, de ayudarla cuando está pasando por un mal momento de salud, es el no necesitar verla arreglada como para quererla más, sino que te sigue gustando aún cuando pueda estar de entrecasa barriendo la vereda en sandalias.

A veces las relaciones llegan tarde, o demasiado temprano, no siempre los planetas deciden alinearse como para que las cosas salgan igual que una película romántica, y cuando uno no sabe, o no puede tomar una decisión definitiva, porque sencillamente el amor a una madre es tan grande que no le deja espacio al amor de una novia, las cosas empiezan a parecerse a un campo minado, donde según donde pises podrás volar por los aires, o llegar a destino. En mi caso, yo no pude, o no supe dónde pisar, y obviamente volé por los aires, y no guardo rencor por eso, ella tomó la decisión correcta, y creo que yo, de alguna manera, también, y cuando dos fuerzas ya no van en la misma dirección, sino que se encuentran enfrentadas, no hay mucho más que hacer más que dejar que cada uno siga su camino y, en mi caso, aprender de lo ocurrido, analizar qué se pudo haber cambiado y porqué no se quiso cambiar, y por sobre todas las cosas saber pedir perdón por las decisiones no tomadas, o por aquellas que tomadas, fueron erróneas.

Y así, una vez más, volví a mi eterna compañera, la soledad, aquella señora que cuando es elegida por uno puede ser una compañía muy grata y conveniente, pero cuando ella te elige a ti, es una pesadilla, casi una película de terror, puedo dar fe de eso. No le recomiendo la soledad a nadie, a menos que la haya elegido.

A medida que los años fueron pasando, y van pasando, yo creo que el corazón se te va secando, como una pasa de uva, te cuesta mucho más enamorarte, o mejor dicho, dejas de creer en el amor, en aquél viejo amor de adolescente, el sueño de cruzarte con tu «media naranja» se te antoja cada día más como una frase vacía de contenido, que con una posible realidad, en otras palabras, te convertís en un ateo del amor. Y yo creo haberme convertido en uno, salvo que, como le puede pasar a todo ateo, un día sea testigo de un milagro, y vuelva a creer.

Como venía diciendo, los años pasaron y siguieron un par de relaciones más, algunas inexplicables, de hecho recuerdo una agraciada señorita que me presentó la madre de un gran amigo, y que al poco tiempo de estar iniciando algo parecido a un noviazgo, sin explicaciones de ningún tipo, me pegó un portazo, y me dejó aún al día de hoy sin saber cual fue la razón de tal decisión.

Tal vez, me atrevo a arriesgar esta hipótesis, se produjo la aparición de un señor con mejores condiciones que las mías, por lo tanto, ella decidió efectuar el cambio de figuritas, y mandarme al banco de suplentes. En lo personal no guardo rencor, lamento simplemente no haber obtenido una explicación de tal decisión, pero bueno, a veces las cosas en la vida son así.

Finalmente, y ya en los últimos años, se cruzaron por mi vida tres mujeres de las que no voy a dar sus nombres, porque no me parece que corresponda hacerlo dado lo reciente, y no tanto, de lo que bien podríamos afirmar se trató de proyectos de noviazgos que nunca lo fueron, o quizás más preciso sería decir que fueron relaciones que nacieron de equivocadas interpretaciones de mi parte, menos una de ellas que pudo haberse convertido en algo más serio, pero su actividad laboral y el estar viviendo en Mar del Plata, no permitieron que la relación tuviese cierta regularidad que nos permitiera llegar a una convivencia en un futuro no muy lejano.

Sin embargo lo mejor de todo esto ha sido que nacieron grandes amigas que, para un tipo como yo totalmente descreído de la amistad entre el hombre y la mujer, la realidad me terminó demostrando todo lo contrario, especialmente con una de ellas que se ha convertido en mi mejor amiga, no sólo porque siempre está, sino porque cada vez que preciso un consejo, o una ayuda, sé que cuento con ella.

Y así llegamos a este presente tan extraño, donde los que crecimos bailando lentos en los boliches, regalando rosas y cajas de bombones, terminamos sintiéndonos como faraones egipcios fugados de algún museo antropológico dedicado al estudio de raros especímenes que alguna vez creyeron en el romanticismo.

En fin, como dijera mi difunta madre, la vida es como una rosa, muchas veces para llegar hasta la belleza de la flor, es inevitable lastimarte con sus espinas.

Pese a todo, estoy rodeado de parejas que se aman infinitamente, que han sabido formar hermosas familias, algunos de hecho, ya son abuelos y abuelas, y eso no solamente me alegra como amigo y hermano que me considero de muchos de ellos y de ellas también, sino además me termina probando que en la vida muchas veces se pierde, pero también muchas veces se gana, y ese no es ni más ni menos que el mismísimo juego de la vida, y como dijera el Flaco Spinetta en su hermosa «Cantata de los Puentes Amarillos»:

«Aunque me fuercen yo nunca voy a decir, que todo tiempo por pasado fue mejor, Mañana es mejor...»

 

 

 

 

 

viernes, 16 de julio de 2021

 Malvinas: la otra historia.



Inicio este capítulo con lo que creí debía ser el final del mismo, pero me dí cuenta que estaba equivocado. La carta que lo prologa es una de las tantas que mi madre me escribió por aquellos días de 1982, y creo que su lectura lo dice todo, y no sólo es una acertada manera de comenzar mi narración, sino la mejor forma de homenajear a todas las madres de los soldados que por aquellos días de 1982 cumplíamos con el servicio militar, sin saber, o tal vez, intuyendo lo que nos podía pasar en pocos días, o semanas, la fecha de la carta lo dice todo.

Escribir este capítulo me genera un sentimiento muy especial, por un lado la obligación de hacerlo con el mayor de los respetos hacia aquellos que derramaron su sangre en suelo patrio, del mismo modo que hacia aquellos que volvieron heridos en el cuerpo, o en el alma, claro está, todo esto sin olvidar a todos los que no soportaron la indiferencia de una sociedad que, inicialmente, les dio la espalda, ya sea en la figura de muchos ciudadanos que prefirieron dar una vuelta de página al conflicto, o en los gobiernos que creyeron que honrar a los veteranos de guerra era ser cómplices de los genocidas que participaron de la peor dictadura de la que se tenga memoria en nuestro país, situación ésta que los llevó a muchos héroes de Malvinas a caer en adicciones de las que algunos pudieron salir, mientras que otros no, y como si esto no hubiese generado suficiente dolor, contar hoy con la triste cifra de tener más veteranos que se han suicidado, que aquellos que cayeron en combate en nuestras Islas Malvinas.

Esta introducción pretende dejar absolutamente en claro, que las vivencias, lo experimentado, lo sufrido, por aquellos que no fuimos a la guerra, los soldados a los que nos tocó cubrir las guardias del Regimiento de Infantería 1 «Patricios», aquí en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, no son comparables en lo más mínimo a lo experimentado por aquellos que sí participaron del conflicto, y ni siquiera es mi intención ponernos al mismo nivel que aquellos, necio de mi parte sería siquiera pensarlo, y aún peor, sostenerlo.

Dicho y aclarado esto, voy a contarles la otra historia, la de los soldados que estuvimos, pero no fuimos, una historia de amistad, camaradería, de alegrías y tristezas, de mentiras piadosas, de solidaridad y de asistencia mutuas.

 

2 de Abril de 1982

 Campo de Mayo, Vivaque del Regimiento de Patricios, Puerta 4

 

Al toque de diana nos levantamos como todas las mañanas, pensando en otro día más de instrucción militar, imaginando lo que nos esperaba, otra larga caminata hasta ese recóndito lugar ubicado en un predio de abundante espesura, rara mezcla de cardos, ortigas, árboles, y pastizales, sito en alguna de las tantas hectáreas que conforman Campo de Mayo.

Claro está, no se trataba de un paseo ecológico organizado para conocer la flora y la fauna del lugar, sino una larga y agotadora marcha cargando fusiles, municiones, pizarrones, en fin, todo el material necesario para tomar nuestras «clases» de guerra.

Sin embargo, esa mañana algo interrumpió mi rutina diaria, de pronto y antes de prepararme junto a mis compañeros de la compañía B «Curupaytí» para la instrucción de ese día, vino a mi encuentro uno de los tantos soldados clase ’62 que constituían lo que dábamos en llamar «soldados viejos», dado que pertenecían a la clase anterior a la nuestra, y que ya estaban a punto de irse de baja, para indicarme que me presentara ante el Teniente Primero Vago en el detall (así se denomina una especie de oficina de trámites dentro de los cuarteles o regimientos), requerimiento que cumplí al pie de la letra, no sin antes preguntarme cuál sería el motivo de esa orden.

Al presentarme frente al oficial mencionado, con el saludo militar característico, recuerdo que tras su orden de tomar la posición de descanso, lo que significa que uno ya no debe estar firme frente al superior, sin muchos rodeos, me indicó que yo me iba de baja, sí, así como lo leen, me iba de baja.

Mi sorpresa era enorme, no podía creer lo que estaba escuchando, volvía a mi vida civil con apenas un mes de servicio militar!!!

Inmediatamente me ordenó que me fuera a cambiar, orden que cumplí sin dudarlo. Volví a la carpa, tomé mi bolsón portaequipo, me dirigí prestamente al sector donde se encontraba la ropa con la que me había presentado para ser incorporado, me cambié, de ahí salté al Unimog que se dirigía al Distrito Militar Buenos Aires, que por aquél entonces se hallaba sito en las calles Balcarce y Av. Belgrano, desde ya, rebosante de alegría porque retornaba a mis proyectos, a mi vida, junto a mis viejos, pensaba en el rostro de alegría de ellos cuando tocara el timbre de casa para decirles que había vuelto.

Pero no todo iba a ser tal y como lo había planeado, al cruzar la Plaza de Mayo comienzo a ver una gran multitud con banderas celestes y blancas dirigiéndose al centro de la misma, con carteles con la leyenda «Malvinas Argentinas», «Viva la Patria!!!» y otras de igual tenor. Claro está, nos miramos con el soldado que iba de custodia, con el chofer y con el sargento a cargo, y no entendíamos que estaba pasando.

El Unimog se estacionó frente al Distrito Militar, el sargento bajó papeles en mano, con la intención evidente de recuperar mi documento nacional de identidad, darme la mano, y decirme en su tono característico «recluta, desaparezca de acá!!!».

Extrañamente, el sargento tardaba en salir, mucho más de lo que un trámite normal de esta índole le hubiese exigido. De pronto, veo que sale con un rostro entre apesadumbrado e irónico, me mira, y me dice «Recluta, vuelva al Unimog, nos regresamos a Campo de Mayo, todas las bajas se suspendieron, acabamos de recuperar las Islas Malvinas!!!»

Aquí, me veo en la obligación de hacer un paréntesis en la historia. Cualquier ávido lector a esta altura del capítulo estará pensando en mi mala suerte, pero yo quiero invitarlos a evaluar dos alternativas distintas, las que con el paso de los años no dejé de analizar sobre lo sucedido ese día.

El Teniente Primero Vago era conocido por todos nosotros por su dureza, era lo que bien podríamos llamar el más jodido de todos los oficiales, el solo hecho de verlo daba miedo, tenía un rostro severo, donde uno podía imaginar que las sonrisas no tenían cabida, y como si fuera poco, las «manijas» a las que nos sometía en la instrucción haciéndonos arrastrar sobre los cardos, correr y efectuar agotadores saltos de rana, lo convertían en un sujeto temible.

Ahora bien, primera de las hipótesis, era un sujeto perverso que por alguna razón me detestaba, y para dar rienda suelta a su perversidad, me hizo creer que me iba de baja?, o segunda de las hipótesis, sabía lo que se venía, porque de alguna forma alguien le filtró información, y sabiendo que yo era hijo único de padres grandes, decidió en un gesto humanitario y bajo su propia responsabilidad, pedir mi baja antes de sentirse culpable de enviarme a una guerra?

Pues bien, no lo sé.

Tal vez, algún día, si nuestros caminos se vuelven a cruzar habré de preguntárselo. De todos modos, y curiosamente, el día que nació su hijo, mucho después de terminado el conflicto de Malvinas, el Jefe de Compañía Capitán Belisario Saravia, me mandó en calidad de comisionista al Hospital Militar a llevarle un regalo en nombre de todos los oficiales.

Desde luego, en el momento de golpear a la puerta de la habitación donde se encontraba el oficial junto a su mujer y su hijo, mis piernas temblaban, ni siquiera podía pensar claramente qué le iba a decir, de modo que apenas escuché su voz indicando que ingresara, como era lógico, me cuadré, hice el saludo militar, a lo que el Teniente Primero absolutamente relajado, vino a mi encuentro, me tendió la mano, lo felicité por su paternidad, lo propio hice con su señora, la cual me mostró al bebé recién nacido, situación esta que me hizo sentír como parte de la familia. En realidad, no entendía nada.

Ahora bien, le cedo al lector el martillo del juez, para que lo baje, y dicte sentencia en su conciencia sobre lo que cree que pudo haber ocurrido ese inolvidable 2 de abril de 1982 en mi vida.

Siguiendo con lo acaecido en aquellos días, recuerdo que ya instalado nuevamente en el vivaque en Campo de Mayo, se produjeron una serie de hechos que, de alguna manera, comenzaron a señalarnos lo que estaba por producirse en las próximas semanas.

El primer hecho que viene a mi memoria se produjo una de las tantas tardes en las que por breves momentos, nos permitían un descanso, cuando un oficial o un suboficial, no recuerdo muy bien su grado, vino a preguntarnos si alguno de nosotros sabía leer y hablar en inglés, una pregunta que en ese momento, sonaba como mínimo extraña, en ese escenario de recuperación de las Islas Malvinas. Claro, el militar ni lerdo ni perezoso, creo recordar esgrimió una explicación que en aquél momento sonó a conveniente, algo así como dejar la instrucción militar para pasar a un trabajo burocrático de oficina en alguna sede militar, y obvio, quién no iba a querer dejar Campo de Mayo, para pasar a un cómodo escritorio, tal vez en la Capital Federal, con francos y salidas diarias para ir a casa...

Pues bien, sólo dos de nosotros nos incorporamos y dijimos saber inglés, uno fue un compañero mío de otra sección, del que no recuerdo su nombre, sólo que era profesor de inglés, y otro era yo, que apenas había llegado al quinto año del Instituto Cambridge sin siquiera haber rendido el examen final.

La pregunta no se hizo esperar, y consistió en saber cuál de los dos podía hablar, expresarse y entender el idioma más claramente, y lógicamente no era yo, sino mi compañero, pues bien, él estuvo destinado en Puerto Argentino. Quiso el destino, o Dios, que este muchacho volviera sin haber sufrido heridas en combate, pero por esas ironías de la vida resbaló en el baño del cuartel, cayó de espaldas, y al golpear con la cabeza contra el piso, sufrió una total pérdida de memoria, situación esta que le provocó estar internado durante varios meses en el Hospital Maldonado, nosocomio que se encuentra dentro de las instalaciones del cuartel.

Otro de los hechos que nos llamó la atención se produjo el día que tuvimos que empezar a desarmar las grandes carpas en las que dormíamos, que contaban con una capacidad de aproximadamente treinta soldados por cada una, a razón de quince por lado, para pasar a armar unas pequeñas carpitas con capacidad sólo para dos personas, debajo de una especie de monte selvático que hacía las veces de camuflaje de nuestra ubicación, sumado esto a notar una continua movilización de efectivos, traslado de armamento, camiones Unimog que iban y venían, en fin, algo estaba oliendo mal en Dinamarca.

En una de esas tardes, recuerdo que pude salir de Campo de Mayo, según creo, con la excusa de ir a buscar las notas de mis exámenes de ingreso a la Facultad de Derecho, los que yo ya sabía habían sido aplazos, pero no podía dejar de aprovechar esa oportunidad para estar en casa aunque más no fuera por un día.

Así fue, que pude acceder por primera vez a la realidad de lo que estaba ocurriendo, o sea, tropas argentinas había desembarcado en las Islas Malvinas, tomado como prisioneros a los pocos soldados que integraban la guarnición ahí destacada, todo esto tras un enfrentamiento en el que pierde la vida el Capitán Giachino, primer argentino caído en combate en las Islas Malvinas.

Aquí me detengo y abro un paréntesis: siendo adolescente siempre me gustó mucho leer temas de historia, y como a la par de eso, estudiaba inglés con la intención de viajar algún día a la tierra de Los Beatles, despertó en mí una especial predilección por la historia del Reino Unido, no sólo porque me apasionaba el idioma de Shakespeare, sino también porque por aquellos años en la televisión era común que pasaran películas, o grabaciones de programas que simulaban ser obras de teatro, donde se recreaba la historia de Inglaterra, todo esto, por cierto, me generó una gran curiosidad por la cultura británica, lo que me otorgó, sin ser yo ningún experto en logística, la seguridad de que los ingleses sí iban a venir, a contramano de lo que todos decían en aquellos momentos, y así fue.

Esto que cuento lo hago porque al volver a Campo de Mayo, muchos me preguntaban sobre las noticias que yo traía de casa, y claro, yo no podía, o mejor dicho, no quería decirles la verdad, por lo cual, siempre recurriendo a mentiras piadosas, traté de darles calma aseverando que el conflicto se resolvería por la vía diplomática y que era poco probable que lo fuera por las armas.

                  

                                El regreso al Regimiento, la vuelta a Palermo.


La forma, el modo, las circunstancias en las que se produjo nuestro retorno al cuartel, y la despedida de Campo de Mayo con el recuerdo de una severa instrucción militar, no fue lo agradable que debería haber sido.

Una de las tantas noches que nos fuimos a dormir a las carpas que mencionaba anteriormente, ya siendo las dos o tres de la mañana, nos despertamos ante las órdenes que provenían de un cabo, del que no voy a mencionar su nombre, si bien lo tengo muy presente, porque no merece ser inmortalizado en este libro, el que nos profería a viva voz que teníamos que desarmar las carpas, armar los bolsones portaequipo y formarnos en el camino que conducía a lo que hacía las veces de Plaza de Armas del vivaque.

Por supuesto, nadie sabía qué estaba pasando, hasta llegamos a imaginar que se trataba de uno de los tantos ejercicios a los que nos tenían acostumbrados los suboficiales y oficiales en plena instrucción militar, hasta que en cierto momento escucho que uno de mis compañeros le pregunta al cabo cuál era el motivo de lo que se conocía como «batir carpas», o más claramente, levantar campamento.

La respuesta no se hizo esperar, y fue lo más parecido a una sentencia de muerte, generando un silencio que aún hoy recuerdo y me sigue estremeciendo: «Soldados, ustedes se van a Malvinas!!!»

Nunca olvidaré el momento de la formación, nadie emitía palabra, la oscuridad de la noche, sumada a esos primeros fríos otoñales, más el silencio abrumador que sólo era interrumpido por dos de mis compañeros, de los que no voy a dar sus nombres por respeto, preguntando amargamente, uno casi al borde del llanto, si era cierto que nos enviaban a las Islas Malvinas, no obtenía respuesta de ninguno de nosotros que, únicamente, pensábamos en cómo poder avisarles y despedirlos a nuestros viejos.

Aún tengo presente el viaje de regreso en el Unimog, la charla con el soldado viejo que iba de custodia, el cigarrillo que fumé en ese interminable viaje, y la llegada al cuartel en Palermo, cuando el reloj indicaba el inicio de una madrugada todavía en una cerrada noche otoñal.

La incertidumbre se había apoderado de todos nosotros, y nadie sabía qué iba a ser de nuestras vidas en las próximas horas. En esos instantes, y ante las órdenes provenientes de un suboficial, nos pusieron a colaborar con el armado del equipamiento que los soldados de la clase ’62 y parte de la nuestra, o sea, la ’63 iban a llevar, inicialmente al continente, y luego a Malvinas.

Aún tengo la imagen de la formación en la Plaza de Armas del Regimiento de Patricios de uno y cada uno de los bolsones que pertenecían a cada efectivo que en pocas horas iba a estar subido a una «chancha», nombre con el que se conoce a los aviones Hércules de transporte de tropas y armamento, con destino a Comodoro Rivadavia o Río Gallegos, y posteriormente Malvinas.

Así transcurrió aquél día, mientras que la tarde siguiente comenzaron a producirse escenas que nunca podré borrar de mi mente, llegaban al cuartel las madres y los padres, las familias de los soldados que se iban a la guerra, imposible olvidar los abrazos de las madres con sus hijos, el llanto de muchas de ellas, y la imagen que se reproducía en mi mente imaginando que al otro día, o en algunos de los días sucesivos, yo estaría en la misma situación abrazando a mi madre, mientras ella en un llanto contenido, me estaría pidiendo perdón por no poder evitar lo inevitable: ayer su padre en la Primera Guerra Mundial, hoy su hijo en la Guerra de Malvinas, mismo enemigo, distinto conflicto, la misma historia que al decir de Hegel, la primera vez se produce como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa.

  

Cambio de Guardia y Milagro

 

Por aquellos días el regimiento se fue vaciando, muchas de las compañías de infantería que lo integraban, tanto de la clase ’62, como de la ’63 partían con rumbo desconocido, o tal vez más que conocido, algunas tal vez, directamente a Comodoro Rivadavia, o a Río Gallegos, otras con escala previa, a Puerto Argentino.

Así, mientras veíamos partir a nuestros compañeros de ambas clases, curiosamente, la Compañía de Infantería B «Curupaytí», quizás una de las mejor preparadas e instruídas de las cinco que integraban el regimiento, y a la que pertenecíamos todos nosotros, permanecía en el cuartel.

Finalmente, llegó el día en que tuvimos que tomar la guardia, no sólo la de Palermo, sino también quedaron a cargo de la misma compañía, los ceremoniales en el Cabildo de la Ciudad de Buenos Aires, la guardia del entonces Comandante en Jefe del Ejército, y todo acto patriótico donde se hiciera necesaria la presencia de uno, o más soldados Patricios vistiendo el uniforme histórico.

Al mismo tiempo, todos los cuadros superiores también habían partido hacia el sur, con lo cual todos nosotros quedamos bajo las órdenes de los oficiales y suboficiales que integraban la Banda del regimiento, o sea, eran todos músicos, con lo cual nuestros días al frente de las sucesivas guardias se convirtieron en lo que yo daría en llamar una reunión casi de amigos, donde no existían las famosas y terribles «manijas», donde conversar de músicos, bandas y discos era algo normal, donde ver caer al suboficial de guardia con su grabador para sintonizar alguna radio FM que pasara buenos temas de rock nacional, o buen folclore argentino, a la par de, en esas largas y frías noches de otoño, poder compartir unos buenos mates, hicieron de nuestras guardias algo tan, pero tan distante de una guerra, que me atrevería a decir, en alguna medida, nos permitió espantar por un tiempo los fantasmas de participar de un conflicto bélico que pudiera habernos costado la vida.

Ahora bien, hete aquí la pregunta del millón, la pregunta que ha girado por mi cabeza desde hace ya 39 años: ¿Porqué no fuimos a Malvinas?

Nunca le pude encontrar respuesta. ¿Cuál fue el motivo, cuál la razón?

Durante años busqué la explicación en mi cabeza, en mis recuerdos, y nunca la encontré, simplemente tejí conjeturas, que tal vez teníamos un compañero con importantes contactos en el Comando en Jefe, cuyo padre pudo haber levantado un teléfono, y logrado que no nos enviaran, o tal vez fue el destino, o una mera casualidad, o se manejaba la hipótesis de un ataque inglés sobre Buenos Aires, al decir de nuestro querido Charly García «No bombardeen Buenos Aires», en cuyo caso la defensa de la ciudad quedaba en nuestras manos, las de los Patricios, y del Regimiento de Granaderos, vecinos nuestros, o tal vez, y me quedo con esta última opción, los rezos de mi madre.

Por aquellos días, mi madre, una luterana no practicante, comenzó a asistir a la Iglesia de la Medalla Milagrosa, un histórico y hermoso Santuario sito a pocas cuadras de nuestra casa, más precisamente frente al Parque Chacabuco.

Ella, coincidiendo con otras madres, que también tenían hijos cumpliendo el servicio militar, comenzaron a rezar pidiendo que no fuésemos enviados a la guerra, y así fue, el 14 de junio producida la rendición, todo llegó a su fin, o al menos eso fue lo que muchos creímos, luego vendría el olvido y el silencio para muchos veteranos, o, en el peor de los casos, el suicidio.

El hecho de no haber participado del conflicto de Malvinas, produjo en mi madre una conversión religiosa asombrosa, de a poco fue abandonando su fe luterana y volcándose al catolicismo, a punto tal que, cuando falleció, hace ya de esto algunos cuantos años, en el Cementerio Alemán el día de su sepelio, me preguntaron si yo deseaba un responso con un pastor luterano, o un cura católico. Mi respuesta no se hizo esperar, inmediatamente vinieron a mi mente aquellos días de 1982 y no lo dudé: un cura católico.

No quiero terminar estos párrafos, sin dejar de mencionar a dos soldados de nuestra clase ’63, que estuvieron en Malvinas, que combatieron con coraje regando con su sangre suelo patrio: Claudio Bastida, caído en combate, y Daniel Marcelo Orfanotti, herido en combate, ambos en el Combate de Monte Longdon.

Al primero de ellos no lo conocí, no formaba parte de nuestra compañía, el segundo sí, lo recuerdo como un gran tipo, no sé porqué los eligieron a ellos para ir, pero lo que nunca olvidaré es la tarde en que me crucé con Daniel Orfanotti en el cuartel, tramitando su baja, en Malvinas había sido mal herido, y al ir a su encuentro a saludarlo ya no era el joven alegre que había conocido en la instrucción en Campo de Mayo, era un adulto, con un rostro triste, y hasta casi me atrevería a afirmar envejecido. La guerra deja heridas, no sólo en el cuerpo, sino también en el alma.

  

El Festival de la Solidaridad Latinoamericana en Obras

 

No es este un capítulo en el que pretenda narrar otras de mis grandes pasiones como es el rock, simplemente quise traer a colación este recordado festival donde nuestros queridos músicos se unieron con un fin absolutamente solidario, como fue el de recaudar alimentos no perecederos, ropa de abrigo, cigarrillos, golosinas, todo aquello que pudiese ser enviado a nuestros soldados en las Malvinas, como un gesto de apoyo y de afecto que tan necesario era por aquellos días.

El concepto era sencillo, una donación, una entrada, y así fue que cerca de 70.000 personas llenaron las canchas de hockey y rugby del Club Obras Sanitarias para escuchar tocar a un sinnúmero de músicos y bandas, como Ricardo Soulé, Edelmiro Molinari, Pedro y Pablo, Dulces 16, Rubén Rada, Litto Nebbia, Tantor, León Gieco, Nito Mestre, Charly García, Raúl Porchetto, Juan Carlos Baglietto, David Lebón, y por supuesto, el querido y recordado Luis Alberto Spinetta.

Claro, algunos no quisieron ser de la partida, como fue el caso de Pil Trafa de Los Violadores, bajo el argumento que participar de este recital benéfico era algo así como ser cómplice de la dictadura, postura por cierto debatible. En lo personal, nunca pondría en duda la nobleza, la solidaridad, y la bondad de estos músicos, de los cuales jamás podría yo imaginarlos como cómplices de una dictadura sangrienta como la que padecimos por aquellos años.

Es más, cada uno de sus mensajes fue absolutamente de paz, basta volver a ver los videos que se encuentran en YouTube para comprobar mis dichos.

Ahora bien, porqué este capítulo dentro del capítulo, pues bien, porque las donaciones venían todas a nuestro regimiento, y eran acumuladas en una especie de habitación que entiendo alguna vez pudo haber sido un aula, o una oficina dentro del cuartel, de modo que nuestra obligación era montar guardia alternadamente en su puerta custodiando que nadie ingresara a robar nada.

Así, mientras en un viejo televisor que teníamos en la cuadra de la compañía (se denomina «cuadra» al dormitorio de la tropa), seguíamos las alternativas del Festival de la Solidaridad Latinoamericana, alternando la custodia de las donaciones, empezamos a observar que algunos pícaros, por no utilizar otra denominación más precisa, ingresaban y se llevaban bufandas, cartones de cigarrillos, algunas golosinas, entre otras cosas más, pero lo más indignante era que no se trataba de soldados conscriptos, dado que en ese caso hubiesen sido increpados por nosotros mismos, sino que eran cuadros superiores, a los que nosotros como «colimbas» que éramos no podíamos decirles nada, porque las consecuencias hubiesen sido mucho peores.

Lamentablemente, no registro en mi memoria sus nombres, porque más allá de la prescripción del delito de hurto después de tantos años, bien se hubiesen merecido una denuncia pública, sólo para que sus familiares, amigos y vecinos supiesen lo que hicieron.

 

12 de Junio de 1982

 Misa del Papa Juan Pablo II en el Monumento a los Españoles

 

El día sábado 12 de junio de aquél año me había tocado estar de guardia en lo que se denomina «Puesto Flores», o sea, en el portón de ingreso al regimiento.

Lo primero que recuerdo era la cantidad de gente que se desplazaba por la Avenida Bullrich en dirección al Monumento a los Españoles, donde el Papa Juan Pablo II daría su Misa orando por el fin de la guerra.

Ese día, me encontraba apostado con mi uniforme de combate, mi casco y mi fusil, delante de la reja de ingreso al cuartel, y mientras veía pasar la gente, el pueblo, mi pueblo, no paraba de recibir de parte de ellos galletitas, alfajores, cigarrillos, eran regalos que nos hacían como una forma de agradecimiento, aún recuerdo madres, abuelas con lágrimas en sus ojos, queriendo abrazarnos, señores que nos querían dar la mano y agradecernos, en fin, no encuentro las palabras para decirles gracias a todos esos compatriotas de los que nunca supe sus nombres, que no los conocía, pero que me regalaron aquél día su afecto, su solidaridad, su cariño, totalmente inmerecido porque nosotros no estábamos combatiendo en las Islas Malvinas, siendo los únicos merecedores de todo ese afecto nuestros verdaderos héroes, aquellos que justamente, la noche anterior habían combatido en la cruenta batalla de Monte Longdon.

Siempre admiré al polaco, a don Karol Wojtyla, al Papa Juan Pablo II, que rezó para que aquella locura finalizara, es más, siempre he creído que los debe haber levantado en peso a Margaret Thatcher, y a Leopoldo Galtieri, por sus juegos de guerra, de alguna manera, haciéndoles ver que, más tarde, o más temprano, iban a tener que rendirle cuentas a Dios por sus ansias de poder alimentadas en delirantes aventuras bélicas.

 

14 de Junio de 1982

 «El Combate de Puerto Argentino ha finalizado»

 

Si me preguntaran cómo recuerdo ese día, diría que sencillamente no lo recuerdo. Dicen los que algo saben de la mente humana, que muchas veces los sentimientos y pensamientos traumáticos, el ser humano tiende a olvidarlos, es como que los guarda en un disco rígido y nunca más los trae al presente.

El único recuerdo que creo tener de ese día es un sentimiento de incertidumbre, algo así como un temeroso pesimismo sobre lo que podía ocurrir de ahí en más al producirse el regreso de las tropas. Percibía la derrota en el aire, se podía sentir esa extraña pesadumbre mezcla de silencio, olvido, desazón, y muerte.

Y así fue que, estando de guardia una de las tantas noches que me tocó cubrir la guardia central, en el frente del regimiento, ya finalizada la guerra, a las pocas semanas, siendo aproximadamente las dos o tres de la mañana, veo que se abre el portón principal y comienzan a ingresar los Unimog que trasladaban a los soldados de nuestro regimiento que habían estado allá, en el sur, imagino que eran los que estuvieron en el continente, y no en las islas, los ví bajar de los camiones, ingresados de noche, como delincuentes, no había canales de televisión, ni radios, menos aún familiares esperando recibirlos, nadie, únicamente la soledad y el frío de la invernal noche porteña, y nosotros, los que nos habíamos quedado. Triste, muy triste.

 

20 de Junio de 1982

 Jura de la Bandera

 «Soldados Clase ’63:

 ¿Juraís a la Patria, seguir constantemente su bandera, y defenderla hasta perder la vida?

 Sí, juro!!!

 

Aquella fue una mañana muy fría, nos formaron en la Plaza de Armas del regimiento, no vestíamos uniformes históricos, sino simplemente los de fajina, de color verde, sin cascos, ni fusiles, simplemente porque no había suficientes para todos nosotros, porque se los habían llevado a Malvinas.

Algunos de nuestros familiares habían podido asistir a la ceremonia de jura, entre ellos mi madre, que vistiendo un abrigado tapado que le había regalado mi padre, se ubicó en la improvisada tribuna para presenciar la jura y el posterior desfile de su hijo.

El recuerdo que anida en mi memoria de esa mañana fue el «Sí, Juro!!!» que creo nos brotó de las entrañas, pensando en todos los camaradas caídos en combate, en los que estaban volviendo, en la historia de nuestro regimiento, en el amor a este suelo, a esta tierra, el amor a nuestras familias, el afecto de nuestros amigos y el amor de nuestras novias, y yo creo que ese grito se oyó hasta en las Islas Malvinas, porque fue el grito ahogado de aquellos que no habiendo estado, pudimos estar, y de alguna manera, sentimos que acompañamos a los que allá quedaron.

Días después, cuando pude ver a mi madre, porque en ese momento no nos dejaron estar con los familiares, ella me reconoció que los ojos se le llenaron de lágrimas en el momento de la jura, y cómo no, la alemana era dura, pero a patriota nadie le ganaba, así fuera con la negra, roja y amarilla, o con la celeste y blanca.

 

Mis amigos, compañeros y camaradas de la Compañía B «Curupaytí»

 

He decidido en esta parte del capítulo dedicarles a todos ellos mi reconocimiento, no sólo porque fuimos soldados, pero ante todo amigos y compañeros, sino porque además nos sostuvimos unos a otros en momentos muy difíciles, cuando las buenas noticias no abundaban, y el fantasma de la guerra rondaba por nuestras cabezas.

Muchas veces, a través de mentiras piadosas, solíamos engañarnos unos a otros, con las clásicas frases de «No, los ingleses no van a venir, vos te crees que se van a calentar por dos islas perdidas en el sur del planeta!!!», y así, con frases de este estilo nos dábamos ánimo, o por ejemplo, nos poníamos a conversar sobre lo que íbamos a hacer cuando terminara el servicio militar, o sobre como era mi novia, cómo la había conocido, o cómo eran tus viejos, o dónde vivías, cómo era tu barrio, dónde habías estudiado, o incluso me acuerdo de haber alguna vez entonado alguna de esas canciones de rock nacional, claro, a capella, con alguno de ellos, cuando obviamente, no nos escuchaba ningún suboficial u oficial, que pudiera pensar que éramos «hippies» haciendo la colimba.

Siempre fuimos muy compañeros, si alguno se sentía mal, tratábamos de ayudarlo, y si te faltaban puchos, siempre alguien te convidaba para hacer más llevadera la guardia, incluso tengo presente una noche que yo me había engripado mal, me sentía pésimo, es más, volaba de fiebre, de modo que como no estaba de guardia, apenas terminada la cena, me metí en la cama, y me quedé absolutamente dormido. Al rato siento que alguien me acomoda la frazada, yo me despierto pensando que me la iban a robar, algo muy común en el servicio militar, una mala costumbre que te crean cuando pasan revista de tu cofre (se le llama así a una especie de placard sin puertas donde el soldado guarda sus ropas, jabones, toallas, etc.), lógicamente, de muy fácil acceso, con lo cual si te faltaba una toalla, porque te la habían robado, ¿qué hacías?, te levantabas sigilosamente de noche, y se la robabas a otro compañero que no fuera muy amigo tuyo, obvio. Bueno, cuestión que al notar que alguien me acomodaba la frazada, me despierto y lo veo a mi compañero Martinángeli, colocándome otra frazada extra, ya que el había notado que yo no paraba de temblar por la fiebre, y justamente, esa frazada se la había sacado al soldado Medina que tenía dos. Esto lo hizo en su ronda imaginaria (se le llama imaginaria a una especie de guardia que por espacio de dos horas cubre un soldado sin armamento, simplemente para, digamos, custodiar que sus camaradas estén bien). Digamos que podría no haberlo hecho, pero sin embargo lo hizo, y ese gesto de camaradería en algo tan simple como lo que cuento, es el mismo que se generó entre todos nosotros, y estoy seguro habría sido el mismo si hubiésemos estado allá en Malvinas.

También recuerdo las visitas de mi madre al cuartel, cuando la alemana preparaba unas tremendas tortas que luego eran repartidas entre todos nosotros cortando rodajas tan finas como un papel para que alcanzara para toda la tropa. Y cómo esperaban la visita de la alemana!!!

Imposible olvidar las guardias en las garitas del cuartel, sobre la Avenida Luis María Campos, y sobre la vía que daba hacia la Avenida Dorrego, el frío que pasábamos en las noches de otoño/invierno de aquél año, cómo esperábamos escuchar la voz de nuestro compañero que venía a relevarnos cuando se habían cumplido las dos horas de estar apostado, para poder ir a dormir cuatro horas y volver a la guardia nuevamente.

En los francos, en los pocos francos que teníamos, muchas veces coincidíamos con dos de mis compañeros, Alfredo Palladino, y Jorge Morfú, los tres tomábamos el colectivo 141 en Plaza Italia, dado que íbamos para el mismo lado, y en esos viajes, en los que podíamos conversar con total libertad, surgían anécdotas, proyectos, risas, en fin, hoy ya convertidas esas charlas en inolvidables recuerdos.

Los días de la guerra nos unieron, sabíamos que llegado el caso, teníamos que ser hermanos de sangre, mi vida iba a depender de mi compañero, y la de él, de mi protección. No creo exagerar si digo que fuimos hermanos, especialmente en aquellos meses, luego nos convertimos en amigos, y finalmente el destino nos llevó a todos por diferentes caminos, y ahora hace ya muchos años que no sé nada de ellos. Tal vez, el año próximo, al cumplir 40 años de aquellos días, nos volvamos a reencontrar para rememorar aquél 1982.

  

La otra guerra, la que sufrieron mis viejos y en la que yo, no los pude ayudar.

 

Esta es la parte de la historia que yo creo debe haberse repetido en muchos hogares argentinos: el sufrimiento, la impotencia, el miedo de nuestros padres ante la situación que estábamos viviendo en aquellos meses de 1982.

Si bien con mi padre gozaba de la confianza de poder conversar sobre muchos temas, este precisamente es uno de los pocos, o el único, sobre el que nunca hablamos. Mi viejo era un tipo muy sensible, cualquier hecho que lo conmoviera, provocaba lágrimas en sus ojos. Nunca conversamos sobre Malvinas. Mi viejo falleció dos años después de finalizado mi servicio militar, y muchas veces me pregunté cuánto lo pudo haber afectado en sus dolencias cardíacas el pensar que su único hijo podía ir a una guerra, y tal vez, no volver. En cuánto se pudo haber sentido responsable de lo que me tocaba vivir en esos días, quizás cuantas veces pudo haber pensado en soluciones drásticas como para evitar lo peor, desde peregrinar por oficinas militares buscando la forma que me diesen la baja, o incluso, quién sabe, sacarme del país, vaya uno a saber cuando se tiene un único hijo qué es lo que un padre haría para evitarle lo peor, como es ir a una guerra. No lo sé. Otra pregunta sin respuesta.

MI madre, en cambio, era mucho más dura, o al menos, eso demostraba, su germanidad era evidente, ese espíritu de guerrera, de luchadora, tal vez, con antepasados bárbaros de aquellos que en el bosque de Teotoburgo expulsaron a los romanos de Germania, quién sabe, a veces he creído que llevaba en sus genes algo de ese pasado, o tal vez, el haber tenido un padre condecorado dos veces con la Cruz de Hierro por actos de valor durante la Primera Guerra Mundial, la moldearon como la Walkiria que era, de hecho, su nombre era una derivación de una de las walkirias de la ópera de Richard Wagner, «La Tetralogía del Anillo de los Nibelungos»: Waltraud, por Waltraute.

Sin embargo, ella se mostró firme, siempre me dio esperanzas de que todo iba a salir bien, y así fue. Tal vez, sus rezos en la Medalla Milagrosa, como conté antes, o su convicción inquebrantable que en su conciencia le afirmaba que, aún en el caso de haber tenido que ir a Malvinas, su hijo volvería a casa, la sostuvieron.

Pese a todo ello, puedo imaginarla encerrada en su cuarto, en su intimidad, sin que mi padre la viese, llorando, con la misma bronca, con la misma impotencia, con la misma pena, de no poder hacer nada para evitar lo que pudo ser inevitable.

Años más tarde, cuando el servicio militar se había convertido en un lejano recuerdo, yo tenía, sigo teniendo, la costumbre de ver documentales sobre el conflicto de Malvinas, e incluso suelo comprar y leer muchos libros al respecto, sin embargo, cada vez que mi madre pasaba por el comedor de casa y me veía frente al televisor mirando atentamente uno de los tantos documentales hechos por argentinos o por ingleses, jamás se detuvo a ver ninguno, de hecho, me confesó que no podía hacerlo, que eso le traía el recuerdo de aquellos tristes días.

En definitiva, no pude ayudarlos desde donde me encontraba, sólo recuerdo decirles que se quedaran tranquilos, que a nosotros no nos iban a mandar a la guerra, pero estas frases de ocasión no suelen ser muy creíbles ante tamañas circunstancias, sólo te brindan una paz de breve duración.

Mi madre falleció muchos años más tarde, en 2007, y al igual que con mi padre, nunca más volvimos a conversar con ella sobre lo vivido en aquellos días.

 

A modo de Epílogo:

 Escuela N° 4, D.E. 10° «Coronel Brandsen»,

Juana Azurduy 2541, barrio de Nuñez, C.A.B.A.

 

Los meses habían transcurrido, la guerra de Malvinas era ya un recuerdo, al menos para aquellos que no habíamos tenido que ir, el servicio militar de a poco parecía tocar a su fin. Las heridas de una «guerra en si bemol» como cantara Juan Carlos Baglietto, eran ocultadas debajo de las alfombras de una sociedad que en aquellos días ya no quería saber nada más de desaparecidos, guerras, falta de libertades, ausencia de derechos, y lo peor, muerte.

Una ligera brisa democrática comenzaba a sentirse en los rostros de la población, de a poco comenzamos a darnos cuenta que podíamos volver a vivir en paz, sin embargo, nuestros héroes, aquellos que volvieron con heridas en el cuerpo y en el alma, parecían no haber existido nunca, menos aún los que no volvieron, los que regaron con su sangre suelo patrio. Los últimos dueños del poder se encargaron de esconderlos, de hacernos creer que esa guerra nunca ocurrió, y así fue que a los caídos en combate se le comenzaron a sumar aquellos que comenzaban a huír de la realidad a través de las adicciones, o en el peor de los casos, como dijera muy bien Charly García en «Viernes 3 a.m.» los que no pueden más, se van, y así fue, muchos se fueron, o mejor dicho, se nos fueron.

Una de esas tardes me mandó a llamar nuestro Jefe de Compañía, el Capitán Belisario Saravia. Al ingresar en su oficina me pide que le lleve a la Directora de la Escuela «Coronel Brandsen», sita en el barrio de Nuñez, de esta Capital, unos presentes como reconocimiento por las cartas y donaciones que los alumnos, los padres, y maestras de ese establecimiento habían enviado a los soldados que fueron movilizados al sur, o incluso a Malvinas. El regalo consistía en un par de esos típicos platos que suelen colgarse en las paredes a modo de adorno, con la imagen de soldados Patricios en uniforme histórico, empuñando su fusil Remington, en lo que uno podía inferir se trataba de una imagen que recreaba la época de las Invasiones Inglesas.

Inmediatamente, me cambié, me puse mi uniforme de franco, ese del birrete verde con la escarapela argentina, la camisa y pantalón de color marrón, y el escudo del regimiento en la manga izquierda de la camisa, ese que rodeado de una corona de laureles, tiene en el medio la leyenda «Buenos Ayres», escrita así, como en la época en que se creó el regimiento.

Me dirigí a la escuela, sita sobre la calle Juana Azurduy, a apenas cuadra y media de Av. Cabildo. Al ingresar, pido ver a la directora del establecimiento, la que me recibe con gran sorpresa en su oficina, y al comentarle la razón de mi visita, inmediatamente se levanta y me dice: «Ah, no, de ninguna manera, ya mismo suspendo las clases, convoco a toda la escuela al salón de actos, y ahí vos me vas a entregar los presentes y quiero que les hables a los chicos y a las maestras!!!»

Creo que los me conocen saben que no soy muy bueno para los discursos en público, y menos cuando tengo que improvisar, pero no me podía negar, haberlo hecho hubiese sido faltarle el respeto no sólo a los alumnos y maestras, sino peor, a los héroes de Malvinas.

La directora convocó a todos al salón de actos, y ahí entré yo, entre aplausos totalmente inmerecidos, y al hacerse silencio recuerdo haber dicho palabras como estas:

«Vengo en representación del Regimiento de Infantería 1 Patricios, vengo a traerles estos pequeños presentes como agradecimiento por las cartas, por el apoyo que todos y todas ustedes le dieron a los soldados que estuvieron en nuestras Islas Malvinas. Todos saben que la guerra terminó, y que ese no es el camino para recuperar la soberanía sobre nuestro territorio. Algún día, volverán a ser nuestras, pero no por la guerra. Chicos, las Malvinas fueron, son, y seguirán siendo argentinas. Muchas Gracias!!!»

Al terminar mi breve y pobre discurso, todos los chicos vinieron a mi encuentro, como si fuese una estrella de rock, todos me querían saludar, las maestras tenían los ojos llenos de lágrimas, yo no podía reaccionar, escuchaba aplausos, y veía a los pibes que no sabían como agradecerme.

Salí de la escuela y me fuí caminando por la misma calle por la que vine, pensando en todo lo que había pasado ese año, recordando a los verdaderos héroes de Malvinas, esos que combatieron, esos que derramaron su sangre, pensaba en mis viejos, en mis amigos, en mis compañeros de la B «Curupaytí», en lo absurdo de la guerra, en la necesidad de vivir en paz, algo de paz como cantaba Raúl Porchetto, en volver a mi vida civil, aquella que añoraba, y tanto deseaba.

La primavera se iba despidiendo dando paso a un verano que nos iba a traer el ingreso de la Clase ’64, esa que nos permitiría volver a nuestra vidas, aquellas que tuvimos antes del servicio militar, y lo más importante de todo, estar nuevamente junto a nuestras familias, a nuestros amigos, y a los que, por aquél entonces, teníamos novia, también volver junto a ellas.

Toda mi vida he sido un pacifista, nunca creí en la violencia, con ella nunca se consigue nada, las guerras sólo traen muerte, tristeza, pobreza, pena, y mucho dolor.

Promediando el mes de noviembre de 1982 me hice presente junto a otros de mis compañeros de colimba en el B.A.ROCK, una reunión de lo mejor del rock nacional que tuvo lugar durante cuatro fines de semana, en las canchas de hockey y rugby del Club Obras Sanitarias de la Ciudad de Buenos Aires, al igual que aquél recordado Festival de la Solidaridad Latinoamericana, pero esta vez fue diferente, no había guerra, y comenzábamos a respirar los primeros aires de libertad, esos que nos señalaban que el año próximo íbamos a poder votar un presidente constitucional.

El cierre fue con todos los músicos entonando el famoso tema de León Gieco:

 «Solo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente, es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente...»

Creo, que no me fue indiferente, y este capítulo quiso reflejar lo vivido en aquellos días, quiso mostrar la otra historia de Malvinas, la de aquellos que no fuimos, pero estuvimos preparados para ir, la de un grupo de amigos, de hermanos, que durante más de un año compartimos alegrías, tristezas, miedos, temores, nos dimos fuerzas unos a otros, y cuando la vida nos puso frente a la posibilidad de estar en una guerra, ninguno se borró, ninguno desertó, todos mantuvimos bien en alto la historia, el orgullo y la dignidad del Regimiento de Infantería 1 «Patricios».

Por eso, y pidiendo disculpas a muchos de los que posiblemente no recuerde sus nombres y/o apellidos, pero sé que al leer este libro sabrán que han sido parte de esta historia, es que hice la siguiente lista, como un reconocimiento a su amistad y compañerismo en días difíciles de aquellos meses de 1982.

 

Compañía B «Curupaytí»

Clase ’63

 

José Luis Martí, Alfredo Palladino, Jorge Morfú, Gustavo Serantes, Gustavo Corradi, Luis Morales, Gazzaneo, Couto, Lanfranchi, Bevilacqua, Giménez Zapiola, Kohan, «Yuyo» Gómez, «Negro» Medina, Montenegro, Hrycaniuk, Mario Koder, Roberto López (no, no...), Martinángeli, «Pancuca» Martínez, Spoltore, Martín, Romero, Marcelo Anselmo, Farías, Ante, Chutrun, Posnasky, D’Adamo, Gorostiaga, Zimmerman, Simancas, Puerto, Rupérez...y la lista continúa.


Finalmente, deseo recordar a mis viejos que fueron los que peor la pasaron, agradecerles de alguna manera su apoyo, sus rezos, su fe inquebrantable, mi familia, tíos, tías, primos, primas que preguntaban constantemente por mi situación, mis viejos vecinos que no dejaban de tocar el timbre en casa para ofrecer la ayuda que fuera necesaria, y mis hermanos del alma, mis amigos que por aquellos días, al igual que sus propias familias que me conocían, nunca dejaron de preguntar por mí, y darle fuerzas a mis viejos, y estar, al Negro Fernández, al Peti Aguirre, al Flaco Marcelo Kuku, a los compañeros del colegio secundario, en fin, a tantos que nunca nos abandonaron.

A todos desde lo más profundo de mi corazón quiero agradecerles el haber estado, no me alcanzan, mejor dicho, no existen palabras que puedan contener tanto agradecimiento, por lo que creo que quien mejor lo resumió fue el querido Gustavo Cerati cuando dijera: Gracias Totales!!!