lunes, 26 de julio de 2021

 

Y una noche un Cronopio vino a casa a cenar...

  

Dedicado a la memoria de Julio Cortázar y de mi padre, don Victorio

 


Julio Cortázar es una parte de la historia de mi familia, y es también una parte de mi propia historia.

En capítulos anteriores mencioné que mi padre ingresó al Banco Central de la República Argentina allá lejos y hace tiempo, probablemente a pocos años de su fundación, o incluso a partir de su misma creación ocurrida en el año de 1935, habiendo desarrollado una importante carrera en la que ocupó diferentes cargos jerárquicos, hasta su jubilación a principios de los años sesenta, que lo encontró ocupando una subgerencia en la conocida entidad bancaria, tal vez, y esta es una opinión personal, si hubiese sido un poco más joven, y con las acertadas conexiones, podría haber llegado inclusive a ocupar un cargo mucho más alto dentro del Banco Central.

De todos modos, su decisión de jubilarse respondió a un natural cansancio producto de muchos años de compromisos laborales, responsabilidades muchas veces no correspondidas por las autoridades de turno, y el deseo de compartir mucho más tiempo con su familia, en definitiva, nada nuevo bajo el sol con respecto a lo que ocurre hoy día. 

Ahora bien, esta introducción responde a un hecho que marcaría el nacimiento de una amistad que aún hoy me sigue sorprendiendo, una amistad de no muchos años, pero lo suficientemente consolidada como para generar esa empatía necesaria entre un empleado bancario y el gran Julio Cortázar, en la que mi padre, durante años, procuró obtener una vasta cultura, nacida de la necesidad de un crecimiento personal alimentado en la posesión de una gran biblioteca cuyos libros de literatura, pintura, filosofía, historia, entre otras disciplinas y artes, eran leídos con sagrada devoción, sino porque además al haberse rodeado de una bohemia que por aquellos años se traducía en interminables horas de debate sobre cada una de estas materias, consumiendo cantidades interminables de cigarrillos y algunas bebidas espirituosas que, en noches eternas, no hacían más que convertir aquellas mesas en universidades que no otorgaban títulos, pero que acreditaban el cursado de materias que, probablemente, no se dictaban en aquellas que sí los otorgaban.

Así fue que un día de tantos, a principios de la década del cincuenta Julio Cortázar obtiene una beca del gobierno francés y viaja a París, ciudad en la que viviría hasta el final de sus días.

Desde luego, el traslado a Francia implicaba para Cortázar una serie de trámites, que imagino, tendrían que ver con poder mudar sus pertenencias personales, léase su biblioteca privada, sus discos de música clásica y jazz (recordemos que era un amante de este género musical), entre otras cosas, al país galo.

Y aquí entró a jugar mi padre, quien ocupando por aquellos años una jefatura en el ámbito del Banco Central, por esas extrañas casualidades, o causalidades del destino tuvo que intervenir en la enmarañada burocracia de los odiados trámites que le permitieran al querido Cronopio, poder efectuar el traslado de sus pertenencias a suelo europeo. Recordemos que, si bien, este tipo de trámites suelen ser de exclusiva responsabilidad de la Aduana, por aquellos años por motivos que desconozco también intervenía una oficina del Banco Central en la que, justamente, se hallaba trabajando mi padre.

El encuentro fue inevitable. El autodidacta y el escritor. Puedo imaginar en mi mente los diálogos que deben haber nacido de ese choque de culturas, conversando sobre los autores del momento, sobre jazz, un género que también apasionaba a mi padre, con menos devoción, por cierto, que la que de por sí tenía Cortázar, puedo imaginarlos debatiendo sobre pintores, sobre la historia de Europa, y sobre el antiperonismo que ambos profesaban por aquellos años, y que, en este último caso daría nacimiento a uno de los cuentos que integran su obra «Final del Juego», nacido en una experiencia vivida por mi padre y luego narrada a Cortázar, quien a través de su pluma diera a luz el cuento «La Banda».

Mi madre me contaba que la amistad entre mi viejo y Julio se consolidaba cada día más, de alguna manera, imagino que había encontrado su «alter ego», en un amigo con quien podía compartir largas charlas culturales, recreando en su imaginación ese viejo trauma que todos los hijos y nietos de inmigrantes suelen tener respecto del viejo mundo, esa nostalgia, tal vez esa añoranza de vivir en países con historias tan ricas, tan profundas, y donde la cultura no es una mala palabra, sino una necesaria forma de crecimiento. Con Cortázar podía retroalimentar esos diálogos, hasta que el sol volviera a anunciar el nacimiento de un nuevo día, mientras los ceniceros agotados de tantas cenizas, veían a los vasos llorar la última gota de whisky, marcando el fin de una nueva noche de bohemia.

En otra oportunidad mi madre me llegó a contar sobre una cena que tuvo lugar en nuestra casa, a la que asistió Cortázar junto a la que luego sería su esposa, Aurora Bernárdez, narrándome no sólo los diálogos que tuviera ella con la primera mujer de Julio, sino además señalándome el lugar del comedor de casa donde se había sentado Julio Cortázar, lugar sagrado si los hay en mi hogar, dicho sea de paso.

Finalmente, el querido Cronopio viajó y se instaló en Francia, más precisamente en París, entiendo que trabajando para la Unesco, y hete aquí que esto dio inició a un cruce epistolar entre Cortázar y mi padre, donde no solamente le contaba muchas de sus vivencias en París, sino además en algunas de sus cartas, su enorme generosidad llegó al extremo de invitar a mis padres a viajar a Francia no solamente para continuar las charlas que solían tener con ellos en nuestro país, sino además para llevarlos a conocer la ciudad luz. Vaya uno a saber cuál fue la razón por la que mi viejo declinó tal invitación, nunca supe las razones aunque puedo inferir que la bendita grieta hizo su aparición en aquella amistad, mi padre comenzó a simpatizar con una derecha liberal, mientras que, sabido es, Julio Cortázar mutó de su conocido antiperonismo a una postura de izquierda mucho más extrema, de modo que como derechas e izquierdas suelen ser irreconciliables, mucho más en la forma en que las entendemos en nuestro país, la amistad tocó a su fin.

Es de destacar que muchas de esas cartas inéditas, que aún poseo, y que no voy a dar a conocer en este capítulo, en razón de haber tomado la decisión de escribir un segundo libro dedicado enteramente a la amistad entre mi padre y Julio Cortázar, una vez terminado este, es donde las daré a conocer enteramente, con alguna que otra sorpresa de material exclusivo que aún no ha visto la luz. Justamente, por esta razón, es que este es un capítulo corto del libro.

Los años pasaron y las diferencias ideológicas se profundizaron, llegando al extremo de ponerle fin a una amistad que pudo haber sido diferente, donde el error de poner el carro delante de los caballos, o sea, priorizar lo ideológico por sobre lo afectivo, terminó convirtiéndose en una gran equivocación, pero como en toda amistad, en la que siempre habrá buenas y malas, lo importante es saber pedir perdón a tiempo, porque muchas veces puede ser tarde para hacerlo, y no está bueno no permitirse insuflarle nuevos aires a una amistad, especialmente, una como la que tuvieron mi padre y Julio Cortázar.

En lo personal, siempre lamenté no haberlo conocido y tratado en persona, sin embargo, cada vez que miro los reportajes que le hicieron y que hoy pueden ser hallados en muchas de las redes sociales, o incluso en YouTube, tengo la sensación de haberlo conocido, siento que de alguna manera, hay algo de su espíritu flotando en mi casa, quizás la lectura de su obra, que llegó a mis manos simplemente por hallarse en la biblioteca de casa, o por mi propia iniciativa de comprar algún libro que no estaba entre las pertenencias bibliográficas de mi padre, lograron ese efecto, porque lamentablemente no recuerdo que alguna vez en mi colegio secundario nos hicieran leerlo, infiero que seguramente sería uno de los tantos autores prohibidos por la dictadura. Con seguridad su "Libro de Manuel" le otorgó el sello de escritor y persona "non grata" para las autoridades educativas de facto.

Finalmente, promediando el mes de febrero de 1984, y tras haber visitado nuestro país por última vez ante la naciente democracia, Julio Cortázar muere en París, siendo sepultado en el cementerio de Montparnasse, junto a la tumba de su última esposa, Carol Dunlop.

Curiosamente, mi padre también falleció en diciembre de 1985, apenas dos años después de la partida del Cronopio. A veces mi imaginación vuela, y los puedo imaginar hoy a todos reunidos en una gran mesa en el cielo, siguiendo con sus debates, diferencias ideológicas saldadas, mientras desde allá arriba, lo miran a este loco aspirante a escritor intentando terminar su primer libro.

 La vida es como una rayuela, algunos llegan al cielo a la hora del final del juego, otros pelean su último round, mientras que en una casa tomada, el perseguidor atiza todos los fuegos, el fuego, mientras yo sigo rindiendo el examen con mis relatos de cronopios y de famas.

 

 

 

 

 

 

 

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