martes, 6 de julio de 2021

 Y ASÍ FUE TRANSCURRIENDO MI NIÑEZ




Tuve una niñez privilegiada, así de simple, así de claro. Siempre me definí como uno de esos niños que crecieron entre «copos de algodón». Dios me regaló los mejores padres que se puedan tener.

Papá era un tipo admirable, con una cultura nacida desde la propia necesidad, lo que se suele llamar un autodidacta, le encantaba muchísimo la lectura al extremo de convertir una habitación de nuestra casa en una mágica y misteriosa biblioteca, donde los ejemplares se encolumnaban uno detrás del otro, en doble fila, dada la falta de espacio. Así las cuatro paredes del cuarto se hallaban cubiertas de bibliotecas llenas de libros y enciclopedias, una especie de Hogwarts en miniatura, donde abundaban las más variadas y distintas temáticas, en las que uno podía encontrar desde una historia de la Edad Media, saltar como en una rayuela imaginaria a la vida de El Greco y sus pinturas, habiendo pasado previamente por las obras completas de Jorge Luis Borges, y así terminar leyendo «En busca del tiempo perdido» de Marcel Proust.

Esa biblioteca constituyó para mí durante muchos años una aventura similar a las que estamos acostumbrados a ver en el cine ante películas como «Indiana Jones», o en series como las de «Sherlock Holmes», donde yo era un poco Indiana y otro poco el gran detective hijo de la imaginación de Sir Arthur Conan Doyle, o al menos, me sentía un poco así. Cuando mi padre no me veía, me internaba en ese templo de la sabiduría y comenzaba con mucho sigilo a descubrir libros y autores, exploraba con desbordante curiosidad cada tomo, cada página, cada imagen, mientras mi imaginación volaba a lugares imposibles de describir en un sueño interminable de personajes y hechos históricos. Y cuando un libro en particular me atrapaba, lo rescataba de su lugar en la biblioteca, me lo llevaba hasta mi cuarto, y me tendía en la cama a devorarlo página tras página, no dándole tregua a la lectura, hasta llegar a su epílogo, momento en el cual, me plantaba frente a la figura de mi padre y cómo si fuese un intelectual de fuste le hacía notar el trofeo de mi lectura terminada, lo que derivaba en un interesante diálogo con la inevitable recomendación que continuara por esta misma senda, a partir del nuevo libro, que en este caso, él mismo se encargaba de señalar y alcanzarme. Hoy recuerdo su figura ya encorvada, parado en la escalera delante de la biblioteca, hurgando y buscando el nuevo libro que me daría para leer, y no puedo menos que emocionarme al pensar que, de alguna manera, fue uno de mis maestros, el maestro que me formó como persona y como hombre, a través de sus consejos y de la lectura.

Su historia era la de muchos hijos de inmigrantes italianos de finales del siglo XIX, y principios del XX, sus padres, mis abuelos, habían dejado su pueblito montañés de Sta. Giullietta en Pavia, región de Lombardía, en el norte de Italia, buscando un mejor porvenir en nuestra querida Argentina. Inicialmente, no les fue muy bien, razón por la cual mi padre habiendo iniciado sus estudios primarios en una escuela pública del barrio de Flores, sita en la intersección de las calles Fray Cayetano Rodríguez y Yerbal, dicho sea de paso, una de las escuelas más antiguas del barrio, termina emprendiendo junto a mis abuelos el regreso a Italia, a escasos años del comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Una vez instalados en el viejo mundo retoma sus estudios primarios donde aprende a dominar el idioma del Dante, pero apenas iniciados los primeros enfrentamientos de lo que luego se daría en llamar «la Gran Guerra», mis abuelos deciden retornar a la Argentina intuyendo que lo que iba a ocurrir en Europa tornaría en una tragedia sin precedentes, y de hecho, así fue.

Llegados nuevamente a la Argentina decidieron iniciar un emprendimiento lácteo en el barrio de Flores, algo así como una pequeña granja donde comercializaban leche fresca y algunos quesos a la usanza del viejo mundo, mientras sus hijos continuaban sus estudios primarios y secundarios. Recordemos que por aquellos años el barrio de Flores no era lo que es hoy día, era una zona de campos y quintas, donde las viviendas no abundaban.

Si mis cálculos no fallan mientras transcurrían los años de la década del veinte mi padre asistía a sus clases en el Colegio Nacional Mariano Moreno, sito en el barrio de Almagro, lo que luego lo llevaría a ingresar años más tarde, en la vieja Facultad de Derecho sita en el cruce de las Avenidas Las Heras y Pueyrredón, hoy perteneciente a la Facultad de Ingeniería, ese característico edificio de estilo neogótico con aspecto de imponente catedral.

El paso de mi padre por sus estudios universitarios no fue muy fructífero que digamos, apenas cursó dos años de la carrera de derecho, siendo atrapado por la bohemia de la época, más que por los conceptos jurídicos. Así fue que compartía largas charlas de café con personajes de la talla de Jorge Romero Brest, Jorge D’Urbano, entre tantos otros intelectuales del momento, donde la filosofía, el arte en todas sus formas, las visitas al Teatro Colón, y la cultura en general animaban esas tertulias entre whiskies, cigarrillos, y cafés que los mantenían en vigilia hasta altas horas de la noche.

Y así fue que un día se hizo presente en este grupo un Cronopio, que no buscaba fama, pero que la iba a tener más tarde, o más temprano, sí, el señor Julio Cortázar.

Julio llegó a cultivar una afectuosa amistad con mi padre a partir de un hecho que bien podríamos llamar «burocrático», un simple trámite administrativo los convirtió en amigos.

Papá había ingresado en el Banco Central de la República Argentina a escasos años de su fundación, allá por 1935, logrando desarrollar una carrera admirable, que lo llevó hasta una subgerencia a la hora de su retiro jubilatorio, pero hete aquí que cuando a principios de la década del cincuenta la UNESCO lo designa Embajador en París a Julio Cortázar, éste se ve en la obligación de trasladar todos sus libros y patrimonio bibliográfico y mobiliario al viejo mundo, hecho este que demandaba una serie de trámites que le permitiesen «exportar» todo ese material fuera del país, y justamente la oficina donde debía efectuar parte de esos trámites se encontraba en el Banco Central, y en ella se hallaba mi padre.

Pero la historia de esta amistad entre el Cronopio y don Victorio será parte de otro capítulo de este libro, creo que la importancia del autor de Rayuela, así lo amerita.

Mi madre nació en una pequeña ciudad de Alemania, llamada Duisburgo, sita a orillas del Río Rhin, a escasos kilómetros de la frontera con Holanda. Esta ciudad, antaño una pequeña urbe, se encuentra ubicada en lo que se conoce como la Cuenca del Ruhr, o sea, la zona industrial y carbonífera de Alemania, por ende, toda mi familia materna era lo que John Lennon hubiese definido como «Working Class Heroes», de hecho, mis bisabuelos maternos trabajaban en la Siderúrgica Thyssen, una empresa muy conocida cuya existencia ha llegado hasta nuestros días.

Mamá nació en 1922, un 30 de octubre, escorpiana hasta los huesos, y fue una mujer admirable, de una fortaleza única que nunca más ví en mi vida, yo la definí como un "Panzer", uno de esos blindados indestructibles de la Segunda Guerra Mundial.

Con apenas cuatro o cinco años ella y mi abuela se embarcaron hacia nuestro país, a encontrarse con mi abuelo materno que ya se había afincado en Villa Angela, Provincia del Chaco.

Waltraud, ese era su nombre, creció en un Chaco difícil, donde la vida no era como la que hoy conocemos, era una zona agreste, donde todo estaba por hacerse, todo era campo, sembradíos de algodón y quebrachales, y donde abrirse paso económicamente para mantener una familia constituía todo un desafío, y así lo entendió mi abuelo Wilhelm, o Willy como le decían sus amigos, quien a partir de sus conocimientos de albañilería, comenzó a ganarse el pan verdaderamente con el sudor de su frente, construyendo su propia casa, como así también otras viviendas que fueron constituyendo el trazado urbano de Villa Angela, mientras mi abuela Adela se encargaba de las tareas del hogar, y mi madre asistía a lomo de caballo a la escuela alemana de Charata, una localidad vecina, donde no sólo aprendía a preservar su idioma natal, sino además a incorporar el español.

Waltraud no tuvo una infancia fácil, creció en un ambiente difícil, donde nada sobraba, supo conocer el dolor de ese estómago que pide comida, asistió a una escuela donde los castigos eran moneda corriente, punteros en los dedos, o arrodillarse sobre granos de maíz eran prácticas de castigo habituales entre los maestros de aquél entonces.

También supo leer y entender el alma herida de mi abuelo, su padre, quien había conocido los horrores de la Gran Guerra, un prusiano condecorado en dos oportunidades con la Cruz de Hierro por hechos de valor en combate al rescatar compañeros que habían caído heridos en el frente. Claro, nada de esto se olvida para siempre, y los fantasmas de la guerra siempre vuelven, y a Willy lo visitaban cada tanto, y era ahí donde su válvula de escape eran los amigos y las cervezas en noches interminables de recuerdos, y penas compartidas, que normalmente terminaban con sus bolsillos vacíos y el comienzo de una nueva jornada de trabajo y lucha por el sustento diario.

Nada era fácil, mi abuelo era un tipo duro, tan duro como la guerra lo había moldeado, por ende, convivía con una violencia que no lograba dominar, y que solía volcar sobre su familia, al punto de confesar mi madre que el día que el abuelo falleció su sentir fue «bueno, al menos no nos va a pegar más».

Tras unos cuantos años en el Chaco, y debido al empeoramiento de la salud del abuelo, emprendieron el viaje a Buenos Aires para que fuera atendido por los médicos del Hospital Alemán, pero lamentablemente se produjo su fallecimiento, lo que dejó a mi abuela, a mis tíos, a mi tía, y a mi madre en una situación económica muy difícil, y siendo mi madre la mayor de ellos, el "Panzer" tomó las riendas de la familia junto a su madre, mi abuela, y comenzaron a levantarse de las cenizas una vez más, y la solución llegó con la apertura de una panadería en el barrio de Belgrano, en la intersección de las calles Pedro Ignacio Rivera, entre Moldes y Amenábar, donde el expendio de pan, facturas, y repostería alemana les permitió subsistir con lo justo, sin grandes lujos, pero tampoco sin pasar grandes necesidades. Al mismo tiempo, mis tíos comenzaron a trabajar en el rubro de la zinguería, construyendo techos, canaletas, y todo lo que tuviese que ver con el uso de chapas de zinc, al punto de haber sido tan buenos y tan profesionales en lo suyo que llegaron a construir el techo del actual Planetario de la Ciudad de Buenos Aires, sí, ese sombrero blanco que asemeja ser una nave espacial, lo hicieron ellos, un orgullo de la familia.

Con el paso de los años mi madre ingresó a trabajar en una disquería, si no me falla la memoria el nombre era Albéniz, donde el género principal era el de la música clásica, un estilo que fue educando el gusto musical de ella, acompañado de los clásicos populares que sonaban por aquellos años, y que oscilaban entre el tango y el jazz.

Mamá amaba el jazz, especialmente admiraba a aquellas cantantes negras cuyas voces no podían pasarles desapercibidas a quien gustase de este género, y así desfilaban por sus oídos las voces de "Ella Fitzgerald", "Aretha Franklin", "Sarah Vaughan", entre tantas otras, sin dejar de mencionar dentro de otro género a las recordadas "Marlene Dietrich", y "Edith Piaf", y así fue que un día ella decidió que también quería ser cantante, pero la cerrada negativa de mi abuelo a tener lo que el daba en llamar «una mujer de la vida» en su hogar, con un criterio absolutamente equivocado y propio de la crianza prusiana que había tenido, terminaron con una carrera artística que ni siquiera llegó a nacer, gran frustración para mi madre que soñaba con subir a un escenario y desplegar todo ese arte musical, a partir de su hermosa voz, frente a un público que, tal vez, hubiese conocido a la "Marlene Dietrich" germano-argentina.

Así fue que sus días transcurrieron detrás del mostrador de una disquería, de alguna manera, resignada a escuchar las melodías que le hubiese gustado entonar a ella.

Sin embargo, un día, los dueños de la disquería la enviaron a efectuar un trámite en el Banco Central, y Cupido que nunca descansa, o al menos eso nos hacen creer, ese día con gran puntería acertó su flecha en el corazón de mi padre en el mismo momento de conocer a la hermosa alemana, la que nunca imaginó lo que el destino le deparaba junto a ese hombre maduro

Papá era diecisiete años mayor que Mamá, pero eso no le impidió demostrarle su amor a la jovencita de 28 años que miraba a este señor con cierto recelo, no sólo por la diferencia de edad, sino porque también don Victorio peinaba canas desde muy joven, lo que lo hacía parecer de mayor edad que la de por sí tenía.

Sin embargo, y como dice la canción «el amor es más fuerte», y tanto va el cántaro a la fuente...que finalmente logró enamorar a mi madre y después de once años de noviazgo, sí, once años, hueso duro de roer el viejo, se casaron, claro eso ocurrió cuando la alemana le dictó el ultimátum: «O ponemos fecha de casamiento, o esto se termina acá mismo!!!», y claro, Mamá no era una novia como para dejarla partir, y finalmente el 30 de agosto de 1961 en el Registro Civil pusieron la firma.

Y fueron felices y comieron perdices? Ni comieron perdices, porque la alemana aprendió a cocinar como los dioses, y sí, fueron muy felices, un matrimonio como el que pocas veces he visto en mi vida, sin discusiones, se amaban incondicionalmente, se respetaban, ninguno tomaba una decisión sin consultarle al otro/a, y en ese ambiente Dios me regaló la suerte de nacer.

Mi niñez, ya lo he dicho, fue privilegiada, debo decir que sentí el amor de mis padres en cada momento, nunca me hicieron faltar nada, como también me enseñaron que uno no podía tener todo lo que deseaba, y que muchas veces el dinero no alcanzaba para tener el mejor juguete, y había que conformarse con lo que se podía comprar, o con lo que la imaginación nos permitía construir, así fue que mi primer metegol lo armé con una caja de cartón, varillas de perchas, jugadores de cartulina recortados y pegados en las maderas, y una pelota de papel, y si bien no duró mucho, lo que duró lo disfruté como si hubiese sido uno de esos grandes metegoles de hierro.

Mi jardín de infantes o preescolar como se le suele decir transcurrió en el Colegio San Cirano, un excelente colegio privado de Caballito, pero claro el dinero no sobraba, y llegado el momento de iniciar la escuela primaria me anotaron en una escuela pública, la Escuela N°3 del Distrito 8° «Dr. Manuel Augusto Montes de Oca», donde tuve una excelente educación primaria, con maestros y maestras que amaban su profesión, y un director excepcional, el Dr. Scotto, que nunca nos dejó sin clases cuando se enfermaba una maestra, el venía y siempre nos daba lecciones de historia, o nos indicaba porqué tal o cual monumento había sido construido en tal o cual lugar, o dónde quedaba el Museo Histórico Nacional, o porqué la letra del himno decía lo que decía, en fin, nunca nos quedamos sin aprender algo más, independientemente de la materia que teníamos que ver esa mañana.

No puedo dejar de mencionar los excelentes compañeros que tuve en la escuela, Fernando, Ariel Sánchez, Rubén Rodríguez, Eduardo Kloster, Mario Gennoni, el Gordo Espósito, Gabriel Aguirre, Marcelo Biava, Norberto Cascardo, el Mono Sartore, Claudio Lozano, Mario Palmieri, y me olvido de tantos, la memoria me traiciona y después de tantos años algunos nombres se me han borrado, lamentablemente.

Con todos ellos vivíamos «potrereando» todas las tardes, en algún recreo matinal nos poníamos de acuerdo y a la tarde todos al Parque Chacabuco a armar picaditos de futbol. Siempre uno era el encargado de llevar la número cinco de cuero, esa que había que engrasar cada tanto para que no se le sequen los gajos que la envolvían, y qué partidos que se armaban, eran a matar o morir, y cuántas veces llegué a casa con esguinces en los pies, rengueando porque en una jugada fundamental había entregado mis pies en ofrenda para evitar el gol del equipo contrario.

En aquellos días vivíamos revolcados en el barro, en la tierra seca del parque, lastimándonos con las piedras o los vidrios que abundaban en los diferentes predios que elegíamos como potreros para disputar nuestros encuentros deportivos, pero nada nos importaba, sólo jugar al futbol con nuestros amigos, correr, hacer un gol, y ser los chicos más felices del planeta sólo por algo tan sencillo y simple como eso.

En cierta ocasión se organizó un torneo de lo que por aquél entonces se daba en llamar «Papi Futbol», y claro, se armaron dos equipos por grado, en el nuestro estuvieron los muy buenos, y los que éramos regulares, mediocres o mejor dicho, «pataduras». Y como siempre pasa David tenía que vencer a Goliath, entonces nos pusimos a entrenar, practicar jugadas en el Parque Chacabuco, y hasta tuvimos camisetas con números en la espalda y como por aquellos años la selección de Holanda era de las mejores, Marcelo Gennoni tuvo la idea de tomar el molde del león de Peugeot, al igual que el león que vestían los holandeses como distintivo, y recortar sobre una cuerina negra tantas figuras como jugadores había en nuestro equipo, y así fue que sobre una casaca blanca vestimos en el costado izquierdo la figura del león negro, y en la espalda los números correspondientes a la posición en la que nos desempeñábamos. Pero esta vez, Goliath venció a David, y no pudimos ganarles a los más buenos.

Recuerdo que por aquellos días muchas veces jugábamos en la canchita de piso de material del Club Gimnasio Chacabuco, y yo que iba siempre al arco, me mandaba unas voladas que siempre terminaban con brazos y piernas lastimadas sangrando, sin embargo, recuerdo que uno de esos jubilados que pasaban sus tardes en el club mirando nuestros partidos me llegó a comparar con el entonces arquero de Boca Juniors, Enrique Vidallé o sea, que tan malo no era debajo de los tres palos.

Claro, también llegaron las gripes, y las anginas, y caer en cama una semana con fiebre, que al principio a uno le daba miedo, porque a nadie le gusta caer enfermo, pero cuando la fiebre aflojaba y mi madre me llenaba la cama con los ejemplares recién salidos de «El Tony», «D’Artagnan», «Fantasía», «Lupin», «Anteojito», «Billiken», «Patoruzú», entre otras, yo era el niño más feliz del mundo, me devoraba esas revistas, su lectura me apasionaba, y despertaba en mí una explosión de imaginación que luego, una vez curado, personificaba en el jardín de casa tomando el rol de los personajes, o buscando mi caja de soldaditos para armar las mismas batallas que había leído caricaturizadas en esas revistas que estando en cama me había devorado.

Algo que recuerdo de aquellas gripes que me provocaba cierta fascinación, se producía al caer la tarde, mientras yo me encontraba recostado en la cama de mis viejos, veía caer el sol sobre los edificios que se podían apreciar desde la ventana del dormitorio, observar como se empezaban a encender las luces de los departamentos, las personas iban y venían desarrollando sus quehaceres post jornada laboral, y mientras mi madre subía a ver cómo me encontraba, y la fiebre me iba bajando, ella muy contenedora me comentaba del frío que estaba haciendo afuera y lo bien que me venía seguir guardado en cama hasta ponerme bien nuevamente. Vaya uno a saber porqué guardo esa imagen con tanto afecto, tal vez esa protección que para mí significaba estar en casa, en el dormitorio de mis padres, y la contención de mi madre era una extraña forma de regresar al cuidado del vientre materno.

Mi infancia transcurrió en una época muy compleja y violenta de la historia de nuestro país, fines de los años sesenta y principios de los setenta, violencia institucional, Montoneros, E.R.P., gobiernos militares, Presidencia de Héctor J. Cámpora, regreso del Gral. Juan Domingo Perón, Masacre de Ezeiza, Asesinato de José I. Rucci, secuestros, bombas, atentados varios, y todo esto sumado a los hechos delictivos que nos ponían los pelos de punta como el caso Robledo Puch, o aquellos hechos policiales que a los niños de mi edad nos provocaban un temor especial, como si en algún momento pudiésemos ser víctimas de estos delincuentes. Todo eso nos llevó a convivir, siendo niños, con mucho miedo, alertados por nuestros padres respecto de no tocar, ni patear ningún paquete en la vía pública, no hablar con extraños, nunca acompañar a ningún desconocido que nos pidiese ayuda por algún motivo digno de sospecha, hasta guardar silencio respecto del pensamiento político que reinaba en nuestra casa.

Pese a todo lo inquietante y violento que nos rodeaba en aquellos años, si algo esperábamos siempre con ansias eran las fiestas de fin de año, la Navidad y el Año Nuevo, pero especialmente la Nochebuena.

Lógicamente, el tener una madre y una abuela alemanas de religión luterana, convertía a la Nochebuena y a la Navidad en los acontecimientos más importantes de todo el año, los que eran esperados por mí y mis primos con la ansiedad propia de soñar con la llegada de Santa Claus y sus regalos, pero claro, también era el momento en que en mi casa se juntaba toda la familia a la mesa, a disfrutar de los manjares que mi madre había cocinado desde un par de días antes, manjares para climas bajo cero, en un país con temperaturas de 30 grados!!! Pero eso no importaba, la felicidad que reinaba en mi hogar, las risas, el compartir los alimentos, el disfrutar del buen vino y del champagne a la hora del brindis de las doce, mi tío Günther disfrazado de Papá Noel descendiendo la escalera de casa con la bolsa llena de regalos, el sonido de la campanita que mi madre tocaba para indicarnos a los niños que había llegado Santa con sus regalos, la casa adornada como si estuviésemos viviendo una Navidad en Alemania, un árbol gigante que Mamá junto a Papá se encargaban de armar y adornar un par de días antes, todo eso sumado a la felicidad con la que yo me despertaba cada 24 de diciembre simplemente esperando la llegada de la noche para encontrarme con mi abuela, mis tíos y mis primos, creo que ese era el mejor regalo que uno podía recibir, el cariño y afecto de la familia.

Pero claro, como ha pasado en muchas familias, cuando se produce la partida del familiar que bien se podría decir ocupaba el lugar de «capitán del barco», ya nada es igual, y la familia comienza a dispersarse, y las reuniones se terminan, o se reducen a pocos miembros, y así ocurrió en la mía. En abril de 1975 y tras padecer un cáncer de hígado fulminante falleció mi abuela, la Oma como le decíamos cariñosamente en alemán, y ya nada fue lo mismo. Su figura aglutinante y ejemplar dejó un vacío imposible de llenar, y el dolor y la pena que embargó a toda la familia, me atrevería a decir que tardó muchos años en ser superado.

Y como ha pasado siempre en mi vida, cuando el dolor y la pena llenan los espacios del alma, es la música la que me rescata, y los amigos, los de ayer, y los de hoy, pero eso ya es tema de otro capítulo en el que les voy a contar cómo llegó la música a mi vida, y cómo el estudiante aplicado de la escuela primaria se convirtió en un callejero barrial organizador de un grupo de amigos, vecinos todos, con los que alteramos, en el buen sentido, la calma del barrio.

 

 

 

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