lunes, 12 de julio de 2021

 

Los Miedos, Mis Miedos.





El miedo es un sentimiento que nos acompaña desde niños. En mi caso nunca supe porqué, pero el miedo se convirtió en un maldito compañero de ruta.

Desde aquellos primeros miedos que todos tenemos, el miedo a las tormentas, a los truenos, a la oscuridad, a algunos insectos, o alimañas que existen en todas las grandes ciudades, hasta el inevitable miedo al perro del vecino que por grande te supera en tamaño cuando eres un niño y, si encima, por esas cosas de los canes, te tira al piso, peor aún, el miedo se acrecienta.

Mis peores miedos siempre fueron las tormentas, el enfermarme, recuerdo que ante cada gripe o angina que contraía la primera pregunta que le formulaba a mi madre era si me iba a morir, pregunta que obtenía por respuesta un contundente silencio acompañado de un rostro de ceño fruncido.

Los años pasaron, pero los miedos siempre te siguen, como tu sombra, siempre están. Toda mi vida he creído que son como fantasmas, no se hacen presentes todo el tiempo, ellos saben cuándo y en qué momento abrir la tapa del sarcófago y salir a hostigarte.

Recuerdo que cuando tenía once o doce años, me había vuelto muy callejero, amaba salir a la vereda y pasarme horas enteras jugando a la pelota en el paredón de enfrente de casa, o armar unas inolvidables carreras de autos de Fórmula Uno con esos modelos de plástico que rellenábamos con masilla y una cuchara para darle impulso y dirección, en circuitos dibujados sobre el pavimento, todo eso junto a una pequeña bandita de «delincuentes juveniles» dicho en el buen sentido, con los que cometimos todo tipo de tropelías, desde arrojarle a la ventana de un vecino, que no nos caía bien, una lluvia de huevazos, hostigar a los transeúntes con el clásico rulero con globo con el que arrojábamos unas pelotitas que eran los frutos que nacían en los paraísos que regaban de sombra las veredas del barrio, hasta disparar los papelitos de aluminio de los envoltorios de los alfajores, con las típicas cerbatanas hechas con el tubo de los bolígrafos.

Una de esas tardes se nos ocurrió entrar a un edificio a tocar los timbres de todos los departamentos y echar a correr, pero con tanta mala suerte que nos enganchó el portero del edificio, y nos dio una tunda a todos los pibes, golpiza que hoy hubiese sido digna de un proceso judicial y una sentencia por provocarle lesiones a menores de edad. Creo que ese fue otro de mis grandes miedos de aquellos años, al punto de no poder pasar caminando por el mismo edificio por temor a encontrarme con ese portero. Aún hoy, cuando paso caminando por esa vereda no puedo dejar de mirar la entrada y recordar aquél momento.

Miedos, miedos y más miedos, una infancia llena de fantasmas esperando el momento propicio para salir de sus sarcófagos y atacar.

Como dijera en otro de mis capítulos de mi libro, por aquellos años donde la violencia institucional y policial era cosa de todos los días, nuestros miedos transitaban entre la locura de los secuestros, las bombas, las organizaciones armadas, la violencia de la Triple A, los atentados, y como si fuera poco la aparición de sujetos como Robledo Puch, o el sátiro de tal o cual localidad, que a los que éramos niños nos generaba un miedo particular, ese temor que nace de la inocencia, y de la debilidad inevitable que uno padece por ser simplemente un niño.

Desde luego, también los miedos de tus padres eran trasladados a tus propios miedos, el miedo a expresar el pensamiento político de ellos por temor a represalias, o el miedo a manifestar la existencia en casa de tal o cual libro que podía suponerse de lectura política prohibida.

Miedos, miedos y más miedos, una mansión llena de fantasmas esperando el momento propicio para salir de sus sarcófagos y atacar.

Pero aún faltaba lo peor, y lo peor llegó un 24 de marzo de 1976.

Empezaba mi colegio secundario con un golpe de estado, el peor que recuerde nuestra historia. De pronto, de un día para el otro, nos uniformaron, blazer azul, pantalón gris, corbata azul, camisa celeste, escudo en el bolsillo izquierdo del saco, pelo corto, afeitarse si tenías una primera barba adolescente, y las chicas pollera debajo de las rodillas, pelo recogido, nada de maquillaje.

Así fue que comenzaron a cambiar los docentes, los preceptores comenzaron a actuar con cierta dureza, las amonestaciones eran algo de todos los días, determinadas preguntas no se podían formular, las formaciones matinales entonando «Aurora» eran una obligación sagrada, como si eso te hiciera más o menos argentino, ingresos y egresos siempre en formación cual si se tratase de un cuartel militar, y siempre esos discursos de los interventores (no había rectores) que eran lo más parecido a lo que años más tarde me tocó vivir en el servicio militar.

Miedos, miedos y más miedos, un colegio lleno de fantasmas esperando el momento propicio para salir de sus sarcófagos y atacar.

Pero aún faltaba el servicio militar, y si bien ya algo comenté al respecto, faltaba Malvinas.

He decidido dedicarle un capítulo aparte al período que se iniciara el 2 de abril y finalizara un 14 de junio, porque deseo expresar qué fue lo que vivimos y sentimos los soldados que cubrimos las guardias del Regimiento de Patricios en aquellos días, cuáles fueron, justamente, nuestros miedos, cómo nos sostuvimos unos a otros en aquél momento, cómo lo vivieron nuestros padres y nuestras madres, cómo nos trató la ciudadanía que, a diario, pasaban por delante del cuartel, en fin, pero atento el motivo de este capítulo no puedo dejar de expresar, al menos en lo personal, el miedo que se apoderó de mi persona en aquellos días, el miedo a ir a una guerra, el miedo a perder la vida con apenas 18 o 19 años, el miedo de dejar a mis viejos solos, sin su único hijo, el miedo de no ver más a mis amigos, de no poder formar una familia, de no tener hijos, el miedo de perder una vida digna de ser vivida cuando apenas hace menos de veinte años que llegaste a este mundo.

Despertarte a las tres o cuatro de la mañana pensando en que ese puede ser el último día de tu vida junto a los tuyos, porque en horas pueden subirte a un avión Hércules y llevarte al sur, y de ahí a una guerra, sólo lo saben los que lo vivieron y lo han sentido, no sólo los héroes que combatieron allá, sino también los conscriptos que rezábamos acá para que todo se terminara lo antes posible.

Miedos, miedos y más miedos, un cuartel lleno de fantasmas esperando el momento propicio para salir de sus sarcófagos y atacar.

Los años pasaron, y los miedos esta vez tomaron la forma de pérdidas, primero fue la partida de mi viejo, a causa de sus dolencias cardíacas, y el miedo se hizo presente al mostrarme que el barco estaba a la deriva porque se había quedado sin su capitán.

Al año siguiente, mi madre no pudiendo soportar tanto dolor, cayó en una fuerte depresión y cuando se estaba entregando a una muerte anunciada, quiso Dios o el destino que un gran médico del barrio la sacara a flote y le hiciera ver que tenía un hijo por quien seguir viviendo y continuar luchando.

1986 fue para mí, justamente, un año a la deriva, el barco sin capitán, y la contramaestre sin dirección, y yo un simple marinero que no sabía ni encontrar el timón.

Miedos, miedos y más miedos, un barco lleno de fantasmas esperando el momento propicio para salir de sus sarcófagos y atacar.

La vida seguía su rumbo, porque nunca se detiene, ella siempre avanza a paso lento, pero avanza, y con ella también nuestros miedos.

Y así llegaron los miedos a no conseguir un buen trabajo, a no terminar la carrera universitaria, a no aprobar las materias, a no recibirme, pero claro, estos eran miedos menores, de esos que se superan, más tarde o más temprano, pero no fue así cuando llegó el momento de enfrentar el peor de mis miedos, la muerte de mi madre.

Todos los que me conocen, saben lo que luché por verla bien, por tratar de que viviese la mayor cantidad de años que Dios la dejara vivir. Ella luchó, yo luché, pero contra el destino nadie puede. Quise torcerle el brazo a la parca, y no pude, y así fue que ella se fue en mis brazos, tras una larga semana en estado de coma.

Nunca supe como logré reconstruirme de mi peor pérdida, tal vez exista algo que no conocemos, otra dimensión, otro mundo, el otro lado, desde el que nos dan fuerzas para seguir adelante, pero al miedo nada le da miedo, y esta vez me atacó por el lado de la soledad, el fantasma calmadamente salió de su sarcófago y me hizo notar una soledad que no fue elegida por mí, sino ella hizo caer su elección sobre mi persona, y así una vez más la lucha contra el miedo a estar solo se convirtió en una quijotesca lucha contra molinos de viento, porque la soledad es un estado del que se sale viviendo, y no soñando con imaginarios enemigos que no son, ni más, ni menos, que molinos de viento.

Miedos, miedos y más miedos, una soledad llena de fantasmas esperando el momento propicio para salir de sus sarcófagos y atacar.

Y cuando creí que no podían existir peores miedos que los que me solían acompañar, llegó la pandemia, y el virus, o sea, la suma de todos los miedos, como en la película.

Ahora los fantasmas bailan, festejan, su triunfo, han vencido a la esperanza, a la alegría, a los proyectos, dan rienda suelta a la privación de libertad que le han generado a la humanidad, han logrado que por primera vez las bocas y los labios que regalaban besos, se conviertan en armas mortales, se han llevado a ancianos, jóvenes y hasta niños, hoy los fantasmas nos inundan de miedos, nos dicen que ellos han ganado la batalla, pero quizás lo que aún no sepan es que no han ganado la guerra, porque la guerra la va a ganar la humanidad, más tarde o más temprano, ellos, los fantasmas deberán volver a sus sarcófagos, y ojalá nunca más vuelvan a salir.

Esperanzas, esperanzas y más esperanzas, una humanidad llena de fortaleza esperando el momento propicio para encerrar en sus sarcófagos a los fantasmas.

 

 

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