viernes, 9 de julio de 2021

 PORQUE ESTE AÑO DE CABALLITO, DE CABALLITO, SALIÓ NUEVO CAMPEÓN!!


 Y un día me hice hincha de Ferrocarrril Oeste...

                     Con afecto y emotivo recuerdo al Maestro Carlos Timoteo Griguol...

Los hechos que voy a narrar en este capítulo no creo que sean muy distintos a los que la gran mayoría de los hinchas de cualquier club de futbol han experimentado en sus propias vidas.

Nací en una familia no muy futbolera, o mejor dicho, medio futbolera, por el lado de mi padre, todos hinchas de la gloriosa Academia Racing Club, por el lado de mi madre, todos hinchas del Calamar, o sea, el Club Atlético Platense, de modo que era algo casi previsible que de esa unión naciera un sufrido hincha de Ferro. Los reiterados festejos de campeonatos, en esta familia, no eran algo muy habitual.

Mi viejo no era futbolero en lo más mínimo, es más, me atrevería a decir que era uno de esos curiosos exponentes del acérrimo odio a este deporte, salvo para los Mundiales que se jugaban cada cuatro años, donde ahí sí, el tipo no se perdía los partidos, yo creo que, de alguna manera, tomaba esos campeonatos como una demostración de cuáles eran los países que por su inversión en educación, deportes, desarrollo económico, etc. probaban ser los más fuertes del planeta, por ende, ejemplos a seguir, o sea, una extraña mezcla de deporte y política.

En cambio mi tío Alfredo, hermano de mi viejo, era un fanático enfermo del Racing Club, no sólo de haber ido a la cancha cuando era joven, sino, ya de grande, lo recuerdo pegado a la radio cada vez que jugaba la Academia. Por mi tío yo me hice hincha del equipo de Avellaneda, pero mi amor por Racing Club, terminaría años más tarde, no sin dejar de reconocer que sus éxitos despiertan en mí una extraña sensación de alegría, especialmente cuando obtuvieron su último gran campeonato en diciembre de 2001.

Mi madre no era futbolera, pero en algo coincidía con mi viejo: los Mundiales. Era ese el momento en que ella miraba únicamente los partidos que disputaban dos selecciones, la nuestra, y la de Alemania. Claro está, siendo ella alemana, no podía ser de otra manera, pero también su amor y agradecimiento hacia nuestra tierra la llevaba a hinchar por Argentina. Me detengo en este momento a contar dos historias que la pintan de cuerpo entero: la primera, se produjo el día que Argentina eliminó una vez más a la selección de Inglaterra, en aquella recordada definición por penales donde nuestro querido «Lechuga Roa» repitiera la hazaña del «Vasco Goicochea» sellando la suerte de los anglosajones. En nuestra casa teníamos, tengo, una bandera argentina enorme, de un tamaño que debe rondar los cuatro a seis metros de largo, por dos de ancho aproximadamente, bandera que nunca supimos cómo llegó a nuestro hogar. Aquél día del triunfo argentino frente a los ingleses, al llegar del trabajo veo que mi madre había desplegado la bandera argentina a lo largo del balcón de casa, desbordando de alegría por la eliminación de la escuadra inglesa del Mundial de Futbol.

La segunda, era casi obvia, cada vez que la selección de Alemania pisaba el césped de los estadios, y se disponía a cantar el himno, ella corría desde la cocina al comedor para ver el partido, no sin antes dejar caer lágrimas de emoción ante los primeros acordes de su canción patria, lo cual, no dejaba de emocionarme a mi también, debo reconocerlo. Indudablemente, algunos de mis genes, de alguna manera, también han de ser negros, rojos y amarillos.

Ahora bien, algunos se preguntarán de dónde venía lo de Platense, pues bien, mis tíos, hermanos de mi madre, eran fervientes hinchas del Calamar, de hecho eran de los que cada vez que había partido en la vieja cancha de Manuela Pedraza y Crámer, se ponían de acuerdo con otros vecinos hinchas del mismo equipo, y salían en religiosa procesión caminando desde su casa ubicada en Pedro Ignacio Rivera y Moldes, en el barrio de Belgrano, hasta el estadio del Calamar, procesión en la que alguna vez recuerdo haber estado, sin lugar a dudas por la aviesa intención de ellos de convertir a un niño fanático de Racing, en hincha del Calamar, algo que nunca consiguieron.

A esta altura del partido, este niño de apenas nueve, o diez años, que era un confeso hincha de la Academia, cometió un desliz. En nuestra casa trabajaba una inolvidable y querida salteña cuyo nombre y apellido nunca supe, pero que cariñosamente la llamábamos Tita. Ella venía a planchar y lavar, algo que en aquellos años no se consideraba como una «empleada doméstica», sino como una integrante más de la familia, Tita era una amiga, casi una tía, lógicamente cobraba su sueldo, porque no dejaba de ser un trabajo que, además, era bien remunerado para lo que se permitía pagar una familia de clase media como la nuestra, pero esto ya es tema de otro capítulo, que desarrollaré cuando demuestre cómo pasamos de ser el país que fuimos antes de 1976, al que somos ahora.

Pues bien, la querida Tita era hincha del Club Atlético Boca Juniors, y por aquél entonces, todos los niños coleccionábamos las recordadas figuritas, con el objetivo de, una vez conseguida la difícil, completar el álbum para canjearlo por una pelota de futbol, la famosa número cinco, «la de cuero», cómo la llamábamos de niños. Recuerdo que muchas tardes, mientras Tita planchaba, yo me sentaba a conversar con ella, y claro, le mostraba mi álbum de figuritas, ante lo cual siempre me señalaba el significado que tenía para ella y su familia ser hinchas de Boca, que el barrio de la Boca, que la Bombonera, que el color de la camiseta, que Boca era pueblo, y River no, en fin, y así muy de a poco, me fue convenciendo con dejar de ser hincha de Racing, para iniciar un breve romance con la azul y oro. Y por qué digo breve? Pues bien, este amor apenas duró un par de meses, y ahora verán cuál fue el motivo.

Siempre he creído que el amor por un club de futbol es equiparable al amor que se siente por una mujer. Uno puede haber tenido varias novias, o tal vez dos, o tres, pero un día llega a tu vida esa que se adueña de tu corazón, que te acompaña en las buenas y en las malas, esa que comparte tus días durante toda una vida, esa que, cuando es la indicada, no la cambiarías por ninguna otra, esa que los anglosajones han dado en llamar «The One», o mejor dicho, «She’s the One», pues bien, ese amor eterno, para mí fue, es, y seguirá siendo Ferrocarril Oeste.

Cómo se produjo este amor, imagino ha de ser como se producen muchos de estos amores, es el amor por la camiseta, por esos colores que te tiñen el corazón y la sangre de otro color que no es justamente el rojo (salvo que seas de Independiente), y en mi caso fue el verde.

Recuerdo estar transitando los diez u once años de edad, cuando la buena alimentación que recibía produjo en mí una conversión de flaco escuálido como era, a gordito cachetón, agravado por un severo problema de pies planos que afectaban mi forma de caminar y podían producir en mi persona una preocupante dolencia de columna en un futuro no muy lejano, razón por la cual, el médico pediatra que me trataba le indicó con severo tono a mi madre que: «O su hijo hace deportes, o más tarde, o más temprano, terminará en un quirófano».

La sentencia médica no daba lugar a dudas, por ende, al otro día mi padre salió a buscar un club del cual hacerme socio para comenzar la práctica de deportes que alejara el fantasma de la cirugía. Nuestra casa estaba, está ubicada en el barrio de Parque Chacabuco, muy cerca del límite que marca la Av. Directorio con el vecino barrio de Caballito, por ende, sólo había dos posibilidades por cercanía: San Lorenzo o Ferrocarril Oeste.

El viejo inició su derrotero por el primero de ellos, que en aquél entonces se encontraba ubicado en su histórica sede de Av. La Plata, en el barrio de Boedo, el famoso viejo Gasómetro como se lo conociera por esos años.

Ahora bien, mi padre era muy meticuloso en cuanto a todo aquello que tenía que ver con la seriedad a la hora de ofrecer un servicio, de contratar un profesional, o de cumplir con la palabra empeñada, en fin, claramente él demandaba de la otra parte compromiso, responsabilidad, y mucho más cuando se trataba de entregar el cuidado y la protección de su hijo a una institución, en este caso, deportiva, y justamente eso no fue lo que encontró en San Lorenzo, donde su impresión fue la de un club en el cual, con sólo traer la famosa foto carné y pagar la primera cuota, era suficiente. En cambio, cuando se acercó a la institución de Caballito, no sólo le pidieron la foto carné, y el pago de la cuota, como era lógico, sino que además debía llenar una serie de formularios en los que, entre otras cosas, debía informar profesión o empleos de los progenitores, acompañar certificados de buena conducta, etc. lo cual, claramente, le pareció mucho más serio que el primero de los clubes visitados, todo esto sin mencionar la recorrida por las instalaciones, la fama muy bien ganada por el club de Caballito, y los casi 47.000 socios que por aquél entonces constituían la masa societaria de la institución verdolaga.

En definitiva, el viejo no dudó, el club tenía que ser Ferrocarril Oeste, y así fue.

Claro, el «gordito» no era muy adepto a la práctica deportiva, ante lo cual sus primeros días en el club comenzaron con un refunfuñe que marcaba su absoluto desagrado con la idea de tener que correr, nadar, saltar, o efectuar cualquier movimiento que pudiera ingresar en la categoría conceptual de deporte, pero como todo en la vida, de a poco se fue adaptando, claro, uno empezaba a hacer nuevos amigos, a jugar al futbol en canchas verdaderas, y no en el potrero del barrio, a tener «pileta libre» en verano que constituía el momento más esperado de la clase de natación, todo esto ocurría en lo que se conocía como las famosas «Vacaciones Alegres» de Ferro.

Así fue, que durante dos años, o mejor dicho, dos veranos los de 1974 y 1975, mi vida al terminar la escuela primaria, transcurría en el predio de Caballito, al menos, hasta el nuevo inicio de clases.

Uno de esos veranos, si mal no recuerdo el primero de ellos, tuve un profesor a cargo del grupo en el que me hallaba, del cual nunca supe su nombre, o mejor dicho se me olvidó con el paso de los años, que fue todo un ejemplo, no sólo nos hizo practicar infinidad de disciplinas deportivas, sino que llegado el mediodía nos llevaba a la tribuna local de madera del estadio de Ferro para que almorzáramos nuestras viandas, preparadas con esmero por nuestras madres, mientras algunas tardes, apenas terminados nuestros almuerzos, mirábamos el entrenamiento del primer equipo de futbol del verdolaga.

Fue por aquellos días que comencé a conocer a esos jugadores a los que veía muchas veces practicando jugadas, tiros libres, pateando tiros de esquina, penales, jugando contra los suplentes en un desafío que no nos podíamos perder, y así empecé a retener sus nombres y apodos: Luraschi, Iélamo, Papandrea, el «Pato» Eiras, «Cacho» Saccardi, el «Rulo» Lorea, el «Goma» Vidal, la «Chancha» Arregui, el «Burro» Rocchia, entre tantos otros, y el de su director técnico, don Victorio Luis Spinetto.

Y como esos amores que nacen a primera vista, esos que te impactan y te quedan grabados en la retina por siempre, así fue para mí la camiseta verde, y el escudo con esa imagen de blasón de armas de la Edad Media, el que portaban cual estandarte los caballeros verdolagas, primero en el costado superior izquierdo, bien pegado al corazón, y luego en el centro del pecho, ocupando todo el espacio central cual adarga presta para el combate.

Y así fue que un día dije: Racing de mi corazón, llegó la hora de decirnos adiós, ya el sur no es lo mío, ha llegado la hora de tomar el Ferrocarril del Oeste!!!

Y sí, la sangre comenzó a tornarse de color verde, y ya nada volvió a ser lo mismo.

Los primeros años de este gran amor fueron muy buenos, el equipo del viejo Spinetto había logrado un interesante desempeño en los torneos Metropolitano y Nacional de 1974/75 consiguiendo ubicarse entre los mejores equipos de aquél entonces, quizás sembrando la semilla de lo que luego, años más tarde, se convertiría en el gran equipo de don Carlos Timoteo Griguol.

Viene a mi memoria una simpática anécdota con el recordado don Victorio: una tarde estábamos en casa jugando al futbol en el jardín con mi compañero de escuela primaria Rubén Rodríguez, también hincha de Ferro. De pronto, se nos ocurrió la idea de buscar en la guía telefónica el número de la casa del técnico, y hete aquí que lo encontramos, procediendo de inmediato a llamarlo. Recuerdo que me atendió la hija, y al solicitarle que nos comunicara con el padre, con gran sorpresa fue y lo llamó, a lo que el viejo Spinetto se puso al teléfono para escuchar que dos niños de once años le dieran las gracias por la excelente campaña de Ferro. Algo propio de otra época, hoy no creo que esto sería posible.

Por supuesto, no todas eran alegrías, allá por 1977 una mala racha nos condenó una vez más a descender a la Primera «B», cupiéndole al recordado Carmelo Faraone el mérito de llevarnos nuevamente a la primera categoría del futbol profesional.

1979 no fue un año más para nosotros, los hinchas del verdolaga, ese año llegó al club el querido Carlos Timoteo Griguol, con quien se iniciaría el más inolvidable y maravilloso período de nuestra historia futbolística.

Así llegaron los subcampeonatos de 1981, los campeonatos de 1982 y de 1984, el hasta hoy récord invicto de 1075 minutos bajo los tres palos del inolvidable Carlos Barisio, junto a esa defensa infranqueable, esa sólida muralla constituida por Mario Gómez, Héctor Cúper, Juan Domingo Rocchia y Oscar Garré, los triunfos frente a los grandes como Boca y River, la venda en la frente del querido y recordado Cacho Saccardi, en aquél histórico encuentro en la Bombonera, donde hasta la hinchada de la «12» lo ovacionó por su coraje y entrega vistiendo la camiseta de Ferro, al decidir que iba a seguir jugando aún con su cabeza ensangrentada, la Copa Libertadores que nos llevó a pisar el Maracaná en Brasil, pese a haber sufrido una rápida eliminación.

Sin embargo, dos hechos paralelos marcarían mi propia historia con el futbol de Ferro en aquellos dos gloriosos campeonatos, los que no pude festejar. Sí, leyeron bien, no los pude festejar como hubiese querido, los motivos?

En el primero de ellos, el de 1982 me encontraba cumpliendo con el Servicio Militar Obligatorio, en el segundo, el de 1984 mi viejo se encontraba mal de salud, su edad avanzada le venía jugando malas pasadas, y si la memoria no me traiciona, por aquellos días había estado internado en el Hospital Alvarez. De modo que las grandes alegrías que nos diera Ferro, para mí quedaron asociadas a momentos no tan alegres de mi propia vida, tal vez uno de esos karmas que solemos tener los hinchas de algunos clubes como el nuestro.

Pero no todo era futbol por aquellos años, también el basquet con el inolvidable León Najnudel en la conducción técnica del «dream green team» lograba grandes éxitos, al igual que ocurría con el voley, con el atletismo, con el beisbol, con la natación, y con tantas otras disciplinas en un club que fuera distinguido por la UNESCO por «recompensar los servicios eminentes prestados a la educación física y el deporte», un mérito que en gran medida se lo debemos al recordado Santiago Leyden quien al frente de la presidencia del club logró poner a Ferro en los primeros lugares del deporte nacional e internacional.

Cómo no iba a enamorarme de este querido club, cómo no vestir con orgullo la casaca verdolaga, cómo no amar ese predio del barrio de Caballito, cómo no sentir esa emoción que te ponía la piel de gallina al pisar los tablones de la popular local, mirando de frente los viejos silos de la harinera Morixe que ya no existen detrás de la popular visitante, o en alguna ocasión, ya en los últimos años sentarme en la platea sur y verlo al viejo Griguol ubicado ahí nomás de donde estaba yo, y al que no me atrevía a acercarme y pedirle una foto por no incomodarlo.

Ferro ha sido para mí durante todos estos años un sentimiento, tan bien definido como lo hace y lo dice el canto de hinchada, una emoción, algo inexplicable como el amor, ese sentir que no se puede explicar con palabras, que sólo se siente al ver la camiseta, el escudo, el club, o ver rodar la pelota sobre el césped de Caballito.

Con Ferro he llorado de emoción, lo he insultado hasta casi pensar en divorciarme de mi calidad de hincha, le he tenido paciencia hasta límites que sólo el amor por esa camiseta te permite tener, me he resignado a verlo descender una y otra vez, de una categoría baja, a otra aún más baja que la anterior, he vivido de recuerdos añorando aquellos años en que los grandes nos tenían miedo y nos respetaban, he soportado estoicamente las inevitables cargadas de los que nunca conocieron un descenso, o los que, habiéndolo conocido, parecieran ahora sufrir de amnesia repentina y han olvidado que ellos también fueron de la «B», he caminado las calles de mi barrio vistiendo orgullosamente mi campera con el escudo verdolaga a la izquierda del corazón, con esas dos estrellas que brillan con el orgullo de dos campeonatos ganados con esfuerzo, con hidalguía, con caballerosidad, con decencia, y con sacrificio.

Hoy miro al cielo y le agradezco a mis viejos el día que tomaron la decisión de hacerme socio de Ferrocarril Oeste, un club que es una parte de mi vida, una parte de mi historia, un amor eterno, a veces incomprensible, pero desde aquél día de 1974 en que ví por primera vez la camiseta verdolaga, un amor que se lleva en el corazón, de una fidelidad muchas veces imposible de explicar, un sentimiento que se ahonda cada día más y que ya nunca cambiará.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario