domingo, 27 de junio de 2021

 PRÓLOGO




Nací en el ’63 supo cantar alguna vez un conocido músico rosarino, y sí, nacimos en el ’63, en una de las mejores décadas del ya fenecido siglo XX. Nacimos casi en paralelo con el rock, tal vez nuestras madres hayan escuchado en las radios de aquél entonces alguno de los temas que en una gira mágica y misteriosa les devolvía el eter.

 

Fuimos, somos, una generación que creció entre alegrías y tristezas, quizás como muchas generaciones lo hicieron y lo seguirán haciendo. Cuando a mis 58 años miro hacia atrás, y pienso en todos los años transcurridos, recuerdo nuevamente las pérdidas inevitables que la vida te hará sentir y que nadie podrá evitar, vuelvo a sonreír recordando aquellos momentos que me hicieron feliz, ya sea de niño, de adolescente, o de adulto, el calor del hogar, los abrazos de mi madre, el plato de guiso caliente en inviernos que eran verdaderamente fríos, y que te calaban los huesos, mis juguetes y esos partidos que disputábamos en el jardín de casa que parecían finales de la Copa del Mundo, y donde nuestra creciente e implacable imaginación nos convencía de estar jugándolos sobre el césped del mejor estadio europeo.

 

Nací en una típica familia de clase media argentina, donde nada faltaba, pero donde tampoco nada sobraba. Mi padre, quien se había casado ya grande con mamá, era jubilado bancario, tema éste al que le tuve que dedicar algunas horas de terapia, por ese viejo trauma de bancarme las sonrisas y cargadas de compañeros de escuela que, como niños que eran, no comprendían que existían matrimonios de padres grandes donde uno de ellos podía pertenecer a la clase pasiva y, por ende, no trabajar.

 

Mi madre era ama de casa, de lo cual nunca se avergonzó, cuidó a su familia hasta el último día, convirtió una casa en un hogar, y aprendió a cocinar recién el día que se casó, llegando a ser una eximia cocinera, de lo cual mi metro ochenta y cinco de altura y mis casi cien kilos de peso dan fe de ello.

 

Ella nació en Alemania, y siendo muy pequeña emigró junto a mi abuela, su madre, hacia nuestro país. Provenían de una ciudad situada a orillas del Rhin, muy cerca de la frontera con Holanda, llamada Duisburgo. La penosa situación en la que se encontraba Alemania tras el final de la Primera Guerra Mundial, dejando sumida a la población en la pobreza, obligándola a convivir con una hiperinflación de colosales dimensiones, aceleraron un proceso que se advertía inevitable: la partida hacia una tierra que prometía trabajo, paz, y prosperidad.

 

Como era costumbre en aquella época, el hombre partía primero en búsqueda de esa tierra, y luego trasladaba a su familia, exactamente lo mismo que hizo mi abuelo Wilhelm, un ex soldado prusiano, condecorado en dos oportunidades durante su participación en la Gran Guerra, nacido en un poblado de nombre Marienthal, hoy territorio de Polonia, de lo que ayer se conociera como el Reino de Prusia, y que decidió elegir Argentina como destino final de él y de su familia.

Wilhelm no tuvo muchas suerte a su arribo al puerto de Buenos Aires, primero pasó algunas noches en el viejo Hotel de los Inmigrantes, luego y atento la cada vez más creciente ola de extranjeros que arribaban a nuestro país, debió abandonar el hotel y así terminar durmiento en los bancos de la que hoy conocemos como Plaza Roma, ahí sobre la Av. Leandro N. Alem.

Pero claro, los milagros existen y siempre una mano amiga puede aparecer, y así fue que un compatriota de mi abuelo lo reconoció y se lo llevó a la Provincia del Chaco, donde asentado en el pueblo de Villa Angela, como uno de los tantos colonos extranjeros que forjaron su destino en tierras agrestes de nuestro territorio, desarrolló la segunda parte de su vida en esta ciudad, que antaño fuera un pequeño pueblo.

Aún hoy su casa, la misma donde vivieron mi abuela y mi madre, e incluso nacieron mis tíos, se encuentra preservada, inclusive con uno de los dos leones que sus manos esculpieron como pasatiempo artístico que le permitía olvidar los horrores de la guerra.

 

1927 es el año que marca el arribo al Puerto de Buenos Aires del Vapor Monte Sarmiento, trasladando a mi abuela Adela y a mi madre Waltraud. Cada tanto vuelvo a mirar esa foto en blanco y negro que alguien les sacó sobre la cubierta del barco, y me vuelvo a emocionar ante el juvenil rostro de la Oma (abuela en alemán) y esa niña chiquita, de rizos rubios, sentada sobre su falda, que treinta y seis años más tarde se convertiría en mi madre. No puedo dejar de imaginar el coraje de una alemana como Adela que con no mucho más de veintitantos años se embarcó con su hija, una criatura de apenas cuatro años, hacia tierras desconocidas, simplemente con lo puesto, cargando en sus precarias valijas lo poco y nada que tenían, pero invadidas de un sentimiento de fe inquebrantable depositada en un futuro de paz y de trabajo, pero sobre todo de paz, esa paz que por aquellos años parecía haber emigrado también del viejo mundo.

 

Claro está, el lector prevenido estará reparando a esta altura del capítulo en el origen italiano de mi apellido, y se preguntará cuál es la historia de la otra parte de mi familia, pues bien, los invito ahora a viajar a la no menos admirada Italia.

Mis abuelos paternos eran oriundos de Lombardía, de la región de Pavía, y habían crecido en un pueblito de montaña llamado Santa Giulietta, en el norte de la península itálica.

Como muchos inmigrantes italianos vinieron a nuestro país a finales del siglo XIX, y se asentaron en el poblado de Flores (hoy barrio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), abriendo una precaria granja láctea, donde ordeñaban algunas vacas y vendían leche fresca y algunos quesos de improvisada elaboración.

 

Como muchos inmigrantes, ninguno esperó nada del Estado Nacional, todos se hicieron trabajando, y lo poco o mucho que tuvieron lo consiguieron con su trabajo y su empeño, sabiendo que ese era el único camino para prosperar en un país donde todo estaba por hacerse.

 

Muchas veces me detengo a pensar en el día en que recibí mi título de abogado egresado de la prestigiosa Universidad de Buenos Aires, e inevitablemente vienen a mi mente mis abuelos y abuelas, y pienso en el día en que tuvieron que partir hacia esta tierra, dejando a todos sus seres queridos, sus amigos y amigas, sus cosas, sus paisajes, su tierra, intuyendo que quizás nunca volvieran a verlos, y no puedo dejar de asociar ese tremendo sacrificio, con el orgullo de ser el nieto de ellos, y sentir que mi título en gran parte es el título de ellos, porque sin su sacrificio yo jamás sería hoy lo que soy, y esto es extensivo a mi madre y a mi padre, de los cuales ya les hablaré en otro capítulo de este libro que estamos empezando a recorrer.

 

Siempre he creído, mejor dicho sentido, que el pertenecer a una familia de inmigrantes, más allá del hecho de ser argentino y haber nacido en esta tierra, me ha puesto emocionalmente con un pie en Sudamérica y otro en Europa, en una especie de silenciosa colisión interna donde el criollo se para frente a un imaginario espejo interno a observar al europeo, donde este criollo muchas veces se libra en feroz combate contra ese europeo que le exige ser disciplinado, responsable, comprometido con una actitud de formación y educación permanentes, recordándole siempre de dónde viene, señalándole que desde ese lugar donde hoy abundan los edificios modernos, con un gran parecido a la ribera del Támesis en Londres, que los argentinos hemos dado en llamar Puerto Madero, desde ese mismo lugar bajaron de los barcos sus abuelos en pos de un futuro de prosperidad que esta tierra ofrecía al mundo en aquellos años. Del mismo modo, el criollo le muestra al europeo otra cara de la moneda, le enseña el valor de la amistad, de la fraternidad, del compartir, del amor por la tierra, sentado delante de un imaginario fogón, mientras atiza las brasas, le habla de la historia de un país forjado con dolor, con sacrificio, con heroísmo, un país en el cual la vista se pierde en un horizonte infinito, donde un cielo celeste, interminablemente celeste, besa una tierra en la que los trigales con su imponente color dorado aguardan por una cosecha que en algún momento le dará paso a una nueva siembra, en un país que pareciera tener la tierra más fértil del mundo.

 

Quizás sea este uno de los grandes traumas que nos acompañan a los argentinos, al menos a aquellos que en gran mayoría, somos descendientes de inmigrantes, esa eterna lucha interna entre lo que fuimos, lo que somos, y lo que seguimos soñando ser, ese combate entre el criollo y el extranjero, esa lucha que pareciera inclusive acompañarnos desde nuestra propia historia como país, una especie de raro karma donde desde tiempos inmemoriales seguimos librando nuestros propios combates contra el invasor extranjero, aquél que ayer desembarcó en la ribera de las playas de Quilmes, en la Vuelta de Obligado, o en Malvinas, y hoy lo continúa haciendo por nuestra propia voluntad en lo profundo de nuestras almas.

 

Cuando me decidí a escribir este libro, lo hice por distintos motivos, inicialmente fue a partir de largas y repetitivas sesiones de terapia, en las que consideré hacerlo para exorcisar aquellos fantasmas del pasado que a todos se nos suelen aparecer en diferentes momentos de nuestras vidas, fantasmas que no vemos, pero de los que sentimos su presencia invasora, esa que nos bloquea, esa que no nos deja vivir nuestras vidas a pleno, esa que nos llena de miedos y nos paraliza, esa que no nos deja ser felices.

 

Hay quienes dicen que escribiendo esos espectros desaparecerán, no lo sé, al final de este libro les diré. Cierto es que más allá de estas cuestiones fantasmagóricas, tuve la necesidad de contar la historia de mi vida, tal vez por aquello del árbol, el hijo, y el libro, vaya uno a saber, un árbol he sembrado, un libro estoy escribiendo, hijos no tengo, al menos no por ahora.

 

Qué lo lleva a uno a escribir un libro como este? Esa es una pregunta sin respuesta. A veces creo que dentro nuestro, muy dentro nuestro, existe una vocecita que nos pide escribirlo, quizás para que, de alguna manera, quede registro de nuestro paso por esta vida, en esta época, con las personas que nos rodearon y nos rodean en este mismo momento, y en parte también con sus historias, las que en una especie de kirigami invisible se hallan todas entrelazadas unas con otras.

 

Tras el paso por esta vida el pintor deja sus cuadros, el músico sus partituras, el escultor sus estatuas, y el escritor sus libros, pero el ciudadano común, ese que todos los días desarrolla una misma rutina, trabajo, esposa, hijos, hogar, ese hombre o mujer según de quién se trate, si no tuviera hijos, qué deja? Quién podrá el día de mañana, en un futuro no muy lejano, tomar nota de su paso por esta tierra? Cómo se sabrá de las bondades o maldades, de las virtudes y defectos, de los sabores y sinsabores, de ese ser humano, una vez que todos aquellos que lo han conocido tampoco estén más en este plano de la vida? Pues bien, se suele decir que un libro es como un hijo para el escritor, y esta afirmación que se me antoja cierta, es una gran verdad, porque el libro sigue estando, y aunque pasen los años, más luego los siglos, siempre esa obra en los diferentes formatos en que el ser humano desarrolle su difusión, seguirá estando.

 

En algunos casos he optado por cambiar los nombres de algunas personas, especialmente a sabiendas que su mención les puede resultar perjudicial para con los suyos, de todos modos, sé que más de uno se reconocerá en el desarrollo de la lectura. Aquellos que por el contrario, han sido y siguen siendo parte de mi vida, especialmente porque se ofenderían de no ser nombrados, esos sí, podrán ser reconocidos con nombre y apellido.

 

Asimismo, algunos capítulos han de ser desdoblados por distintas razones, en un caso en particular he decidido dedicarle dos capítulos enteros a una situación de mi vida que me ha marcado por siempre, constituyendo uno de los capítulos la parte simpática de ese momento, y el otro la parte traumática, o mejor dicho, triste vivida en aquél inolvidable año de 1982.

 

No soy un escritor de raza, de modo que la intención de este libro no será la de ganar premios literarios, si alguno viene, será bien recibido, y si no, me daré por satisfecho con que llegue a las manos de aquellas personas que conozco, que son parte de mis afectos, o quizás también, porqué no decirlo, de algún desconocido lector que se vea reflejado en alguna de mis vivencias personales, y esto lo ayude a sentirse menos sólo en esta vida, o a esbozar una sonrisa ante las simpáticas historias que forman parte de mi propia existencia.

 

Pues bien, dicho todo esto, los invito a recorrer 58 años de la historia de un ser humano que ama la vida, que odia al odio, que gusta de ser un tipo sencillo, que ama la simpleza de la vida, un tipo que no tiene grandes aspiraciones, un tipo que es lo que es gracias a un padre y a una madre que han sido ejemplo y camino a seguir en su propia vida, un tipo que irán conociendo a través de cada capítulo, que los invitará a reflexionar muchas veces sobre el sentido de la vida, del amor, de la amistad, del respeto, de la ética, de la responsabilidad, del honor y de la dignidad que cada uno de nosotros debe tener hasta el final de nuestros días.

 

Entonces, vamos por ello.

 


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