jueves, 24 de junio de 2021


Y UN DIA ME TOCO HACER LA COLIMBA...

  

15 de Enero de 1982. Cuatro adolescentes, entre los que me encontraba, nos fuimos a pasar quince días a las playas de San Bernardo en una especie de pendiente mini viaje de egresados. Nuestros intentos de dos años atrás participando del recordado programa «Domingos para la Juventud», persiguiendo el anhelado viaje de egresados a Bariloche, habían sido infructuosos. De hecho, la mitad de nuestra división había concretado ese soñado momento, el que representaba el cierre de un ciclo como había sido el colegio secundario, disfrutando de un destino muy cotizado por aquellos días como lo eran las playas del Brasil, al que algunos de nosotros no fuimos por diferentes motivos que oscilaron entre la falta de dinero por parte de algunos padres, hasta una típica postura de adolescente rebelde en actitud solidaria con sus compañeros, como fue la mía. Recuerdo que por aquellos días ya había sido sorteado para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. Trescientos ochenta y seis cantó el boy scout que leía los números correspondientes a las tres últimas cifras del Documento Nacional de Identidad. Ejército de una, ni Marina, ni Fuerza Aérea, soldado de tierra, y yo que soñaba con hacerla en la Armada, quizás me asignaban a la Fragata Libertad y tenía la suerte de concretar un soñado viaje a Europa, y además, como si fuera poco, gratuito.

 

Martes 23 de Febrero de 1982. Ese día estaba cumpliendo 19 años, y ya me encontraba asistiendo a los cursos de apoyo dictados en la Facultad de Derecho de la U.B.A. para empezar mi carrera de abogacía en ese año, en ese maldito año.

 

Miércoles 3 de Marzo de 1982. Me había levantado temprano, como todas aquellas mañanas en las que mi único pensamiento giraba en torno a si lograría ingresar, o no, a la Universidad (en aquellos años no existía el CBC, y se debían rendir tres exámenes para ingresar a la carrera elegida, condicionado esto por cierto, a la existencia de cupos, lo que significaba que sólo ingresaba un número exacto de alumnos, de modo que si el puntaje mínimo era, no recuerdo muy bien los guarismos, de 70 puntos, y uno obtenía 69 no ingresaba). De pronto sonó el timbre, y el cartero que ya era conocido en todo el barrio, era nuestro histórico amigo de la correspondencia, le entregó un telegrama en la puerta de calle a mi madre mientras le decía «Señora, hoy le traigo malas noticias». Ese telegrama indicaba que me tenía que presentar en la calle Cerviño y Av. Dorrego en las próximas 48 horas para ser incorporado al Servicio Militar. El mundo se me vino abajo, en ese momento supe que todas las ilusiones de ingresar a la Facultad debían ser suspendidas, al menos, por espacio de un año.

 

Viernes 5 de Marzo de 1982. Salí de casa bien temprano, con lo justo, con lo puesto, un jean viejo, mis zapatillas All Stars gastadas, el pullover de punto inglés que con tanta dedicación y afecto me había tejido mi madre, un poco de dinero en los bolsillos, el documento, y el rostro de mis viejos despidiéndome y a la espera de saber a qué regimiento me iban a destinar. Recuerdo que caminé en silencio las ocho cuadras que me separaban de la parada del 55, el colectivo que me iba a llevar a destino, un destino que en principio se antojaba cierto, pero con mucho de incierto.

Sin dudas, fue una caminata eterna, pensando en mis viejos, en mis amigos, en mis sueños, en una vida que de pronto parecía haber quedado congelada en el tiempo, y a la deriva.

Recuerdo que bajé del omnibus, caminé por Av. Dorrego, doblé en Cerviño, y me presenté para ser incorporado. Aún vienen a mi mente las enormes e interminables filas de jóvenes a ser reclutados, entre los que me encontraba.

Inicialmente teníamos que cumplir con un primer trámite que era el de responder un formulario de preguntas que nos hacían los soldados viejos, esos que siendo de la Clase 1962 ya soñaban con su baja al vernos ingresar a los que éramos los futuros soldados nuevos.

Aún hoy pienso en aquél conscripto que me interrogó y de algún modo, sin saberlo, me protegió, y quién sabe si no me salvó la vida. Había una pregunta que teníamos que contestar, en cierto modo voluntariamente, que consistía en optar por cumplir con el servicio militar en un regimiento de montaña convirtiéndonos en algo así como soldados esquiadores, o ser destinados a un batallón de paracaidistas o a uno de buzos tácticos.

Claro, como siempre amé el mar, la sola mención de ser buzo, me impulsó a responderle que sí, que me gustaba la idea de buzo táctico, mientras que mi interrogador, el soldado viejo, movía su cabeza de manera disimulada de un lado a otro como queriendo indicarme que no eligiese ninguna de las tres opciones. Finalmente, le hice caso, y no elegí ninguna. Meses más tarde supe que los buzos tácticos eran los encargados de activar y desactivar minas debajo del agua. Todo dicho.

 

Esa jornada fue extraña, consistió en algo así como un día de papeleo, trámites, preguntas, y terminar sentados por varias horas en el gimnasio del Regimiento de Patricios, esperando que alguien nos indicara que iba a ser de nosotros. Finalmente, nos enviaron a casa con la consigna de presentarnos el lunes siguiente a las ocho de la mañana, para ser definitivamente incorporados.

Ese fin de semana, lógicamente, iba a ser de despedida, vinieron mis amigos a visitarme intentando darme ánimo, y dejarme un hasta pronto, que no iba a ser tan pronto.

 

Lunes 8 de Marzo de 1982. Me levanté muy temprano, volví a despedirme de mis viejos y salí de casa tomando la misma dirección en que lo hiciera el pasado viernes, repitiendo a cada instante los mismos rituales de aquél día, con una consabida diferencia, ese lunes no habría retorno al hogar. Un extraño «deja vú» a medias, con sabor amargo.

Una vez cumplidos los trámites de rigor y a la espera de saber mi destino, un militar del que no recuerdo el grado, me ordenó que me sentara en fila india junto a otros jóvenes de mi misma edad. Acude a mi memoria el recuerdo de haberle preguntado a uno de ellos si sabía cuál sería nuestro destino, obteniendo por tímida respuesta un «Escuché que nos van a mandar a un batallón de La Pampa». En ese momento, mientras mi mente sólo pensaba en la forma de comunicarle ese dato a mis viejos, un oficial pasó caminando a nuestro lado, nos miró, y sin mediar palabra alguna, dirigiéndose a mi persona, me dijo:

«A ver vos, parate, qué haces acá, quién te asignó este lugar?. No, de ninguna manera, vos te venís conmigo a Patricios, vení seguime».

Ese fue el Capitán Baldasarre, un oficial que sin saberlo me salvó la vida. Años más tarde, cuando comenzaron a publicarse varios libros sobre la Guerra de Malvinas, leyendo uno de ellos, me enteré que efectivos de un batallón con asiento en La Pampa había sido abatido por los ingleses en una incursión nocturna. Más adelante contaré algo más sobre este oficial cuya humanidad y don de gente me sorprendió en una de las tantas guardias nocturnas hechas en el regimiento.

Así fue que con el pasar de las horas nos fueron sometiendo al inevitable corte de pelo, léase rapaje, nos entregaron las ropas de fajina verde, se quedaron con nuestra ropa civil, y a los gritos nos subieron a uno de los camiones Unimog que junto a los bolsones portaequipo que nos proveyeron generaron dentro del mismo una confusa montaña de soldados y equipos, donde no cabía ni un alfiler, y donde la comodidad brillaba por su ausencia.

 

Destino Campo de Mayo.

 

Llegamos a Campo de Mayo cerca de las tres de la tarde. Nos hicieron bajar de los camiones cargando los bolsones portaequipos mientras nos conducían a un descampado en el que se encontraban instaladas unas enormes carpas con capacidad, si mal no recuerdo, para unos treinta soldados, de modo que debíamos dormir enfrentados en dos filas de quince contra quince. Tuvimos que dejar los bolsones sobre la tierra como si fueran almohadas, mientras una nada confortable colchoneta hacía las veces de colchón. Todavía puedo recordar la pequeña ventanita que daba sobre mi cabecera, la que una noche de lluvia generó que mi rostro terminara empapado, dado que no había forma de cerrarla, y tampoco de cambiar de ubicación dentro de la verde toldería. Aquella fue una de esas tantas noches en las que añoraba a mis viejos, mi casa, mi cuarto, mi cama, pensando en el día en que todo esto terminara para volver a disfrutar de la que había sido mi vida mucho antes del servicio militar.

 

Contar lo vivido durante la instrucción militar, en lo que luego me enteraría era el vivaque del Regimiento de Infantería 1 «Patricios» sito en la Puerta 4 de Campo de Mayo, requeriría otro libro, de modo que trataré de narrar aquellas vivencias, al menos las que aún recuerdo, de modo que puedan brindar una idea de lo acontecido en aquellos meses.

 

La instrucción militar como toda instrucción militar es dura, difícil, nada complaciente, muchas veces te lleva al límite de tus fuerzas, forja tu carácter, algunos dicen que ahí te convertís en hombre, y yo creo que algo de eso hay, uno deja de ser un pichón y comienza a ser un adulto.

 

Los días eran muy difíciles, toque de diana a las seis de la mañana, levantarse y cambiarse en cinco minutos, desayuno de pan y mate cocido, formación e instrucción, una instrucción que comenzaba con largas caminatas adentrándonos en las entrañas de Campo de Mayo, cargando armamento, pizarrones, elementos propios de lo que iba a ser nuestra educación para la guerra, y lo que iba a ser la peor pesadilla de esa instrucción: las «manijas» o «bailes». Y fue ahí cuando supe que el sustantivo «colimba» significaba corre, limpia, baila y barre, y vaya sí lo aprendí.

 

Por aquellos días el clima no favorecía, eran días de calor intenso y mucha humedad, y cada una de esas largas caminatas se convertía en una silenciosa y desagradable peregrinación, vistiendo ropas de fajina que no se caracterizaban por ser de tipo veraniego, y unos borceguíes que muchas veces eran un número más chico que el que uno calzaba, con lo cual las ampollas asomaban como hongos después de la lluvia, y lo que era peor, se infectaban, y luego sangraban, y ante cada nueva caminata el dolor se multiplicaba por diez, tal es así que un día volviendo de una de las tantas instrucciones de combate dos de mis compañeros tuvieron que cargarme dejando que mis brazos se apoyaran sobre cada uno de sus hombros, recuerdo el nombre de uno de elllos, a mi derecha estaba José Luis Martí, y a mi izquierda, me cuesta recordar quién pudo haber sido, de modo que no voy a dar un nombre que luego no se corresponda con quien realmente tuvo ese gesto para conmigo, no sería justo.

Los días eran interminables, las instrucciones agotadoras, comenzamos a manejar términos que nunca antes habíamos escuchado, así se sucedían en nuestro aprendizaje palabras como «combate nocturno», «pozo de zorro», «Fusil Automático Liviano», «cargador», «percutor», «P.A.F.», «P.D.F.», «F.A.L.nato»,» «F.A.L. para», «munición trazante», entre tantas otras.

 

Pero lo peor eran los «bailes» o «manijas», algo así como una pesadilla que se reiteraba una y otra vez, y que consistía en tener que tirarnos cuerpo a tierra, efectuar agotadores saltos de rana, arrastrarnos sobre la tierra, especialmente sobre los cardos florecientes, realizar flexiones de brazos que parecían no terminar jamás, y correr para un lado, y para el otro, ir y volver, y repetir una y otra vez cada uno de estos «ejercicios», hasta el agotamiento total.

Algunos no resistían, otros con mejor estado físico aguantaban, y otros hacíamos lo que podíamos para no parecer flojos y generar el enojo y la posterior reprimenda de parte de los suboficiales y oficiales a cargo, reprimenda que se traduciría en otra «manija».

Muchos al leer estas líneas seguramente se llenarán de indignación, otros en cambio, lo verán con extraña naturalidad, mientras que yo, todavía hoy pienso, si todo esto no fue una necesaria e inevitable preparación para lo que aún estaba por venir.

 

No puedo dejar de mencionar una situación de algún modo risueña, dentro de lo risueño que puede ser ese momento, cuando un sargento nos ordenó aplaudir los cardos, sí, así como lo han leído, aplaudir los cardos, y obviamente yo no iba a dañar mis bellas manos con la flor nacional de Escocia, por lo tanto generando una especie de burbuja con la unión de ambas manos, y dejando el cardo en el medio de ellas, lograba no lastimarme, hasta que este buen suboficial percatándose de mi picardía, se me acercó y tomando mis manos me las estrujó contra la bella flor al grito de «Ahh...así que vos sos vivo Gringo?».

 

 

En otra ocasión tuvimos que atravesar lo que se dió en llamar la «pista de combate», una extraña construcción que consistía en un túnel cavado en la tierra en forma de «S», y tapado con maderas o chapas que hacían las veces de improvisado techo de la misma, generando una oscuridad impenetrable, y en el que los «reclutas» debíamos ingresar cuerpo a tierra por uno de sus extremos, con los brazos en posición de estar cargando el fusil, o sea, apoyando los codos sobre la tierra, para terminar saliendo por el otro extremo.

Claro está, nunca se nos dijo qué era lo que había dentro del túnel. Grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos con lo que parecía ser un cuerpo de un animal en la mitad del conducto, de modo que al notar que se hallaba bloqueado el paso por ese bulto, el suboficial que controlaba nuestro paso desde la parte superior del mismo, sabiendo que cada soldado iba a frenar su avance ante tamaña obstrucción, emitía una orden en untono nada amigable cuyas palabras eran «Recluta...no se detenga, avance, avance, avance carajo!!!». Así fue que tuvimos que pasar por encima del cuerpo? cual si fuera un caído en combate en el medio de una cruenta batalla. Horas más tarde corrió la voz, mito o verdad, que se trataba de un perro muerto, en fin, cuestión que al salir del túnel nos esperaban dos hermosos ovejeros alemanes, por supuesto vivos, cuyo amo era otro suboficial que les ordenaba atacarnos, con lo cual había que echarse a correr como si uno estuviese deseando clasificar para las próximas Olimpíadas en los cien metros llanos, afortunadamente ambos canes se encontraban encadenados al suboficial, con lo cual su persecución siempre terminaba siendo efímera.

 

Finalmente, cuando todos creíamos que nada más podía ocurrir en la mentada pista de combate, nos encontramos con el broche final: una hermosa escalera como las que penden de los helicópteros, colgando de la rama más gruesa de un árbol que medía unos ocho a diez metros de altura apróximadamente. Aquellos de nosotros, los más pícaros por así decirlo, ya habíamos averiguado el secreto para subir por la «escalera al cielo», debíamos poner un pie de nuestro lado, y el otro por detrás enganchando la misma, de modo de no terminar en un balanceo eterno que hiciera imposible el ascenso. Ahora bien, al llegar a la parte superior del árbol uno suponía que debía bajar por donde había ascendido, pues bien, no era así, porque del otro lado del árbol uno divisaba una enorme red instalada por sobre un pozo de no más de un metro de profundidad, sobre la cual uno debía saltar al grito de «Viva la Patria!!!», o sea, efectuar un salto desde una altura de ocho a diez metros rezando por no caer y fracturarse una pierna, o un brazo, en el mejor de los casos, o en el peor terminar la instrucción junto a San Pedro. Un detalle que nunca olvidaré era el rostro sorprendido de los ciudadanos que, aguardando el colectivo que los llevaría probablemente a sus hogares, se daban vuelta para mirarnos mientras saltábamos hacia la red. Vale aclarar que ese lugar lindaba con un alambrado limítrofe a la Ruta Provincial 201.

 

Previamente a la incorporación, y como lo venía narrando en un principio de este capítulo, me encontraba asistiendo al curso de ingreso a la carrera de abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, curso que, claro está, quedó interrumpido. Sin embargo, al no exigirse asistencia obligatoria, uno podía presentarse a rendir los exámenes de ingreso directamente, por lo cual y atento mi desesperación por salir y ver a mis viejos, en un rapto de astuta lucidez, me dije porqué no valerme de la excusa de los exámenes para zafar aunque más no sea por tres días (tres exámenes) de la instrucción, y así fue.

 

Quizás lo más complejo era salir del vivaque del regimiento, dado que tenía que organizar una ingeniería increíble para coincidir con algún camión del ejército que saliera y me acercara hasta la estación Teniente Agneta del Ferrocarril Urquiza, de ahí en tren directo a Capital Federal, para finalmente, tomar el colectivo de la línea 44, el que me dejaba a cuatro cuadras de mi casa, caminar esos cuatrocientos metros en un estado deplorable, recuerden lo que contaba de las ampollas en mis pies, y con un aspecto de linyera dado que si bien vestía mi ropa civil, la mugre que tenía en la cara, en el pelo, en las manos, me hacía parecer como si el baño no fuera un lugar muy visitado por mi persona.

 

Recuerdo que una vez pude subir a un camión de provisiones que traía mercadería para la cantina de los suboficiales y oficiales, cuyo chofer con mucho miedo, porque era común que pensaran que uno podía estar desertando, me alcanzó hasta la mencionada Puerta 4. Cabe aclarar que el temor del conductor se originaba en una equivocada, más no desacertada, presunción, y en la posibilidad que, como consecuencia de una involuntaria complicidad, terminara perdiendo su trabajo, o algo peor.

 

Haciendo memoria creo haber salido tres veces de Campo de Mayo, cada una de ellas significaba llegar a mi casa, abrazar a mis viejos, darme de dos a tres duchas seguidas para poder sacarme toda la mugre del cuerpo, comer la riquísima comida que cocinaba mi madre, y dormir sobre mi añorada cama, para al otro día presentarme en la Facultad de Derecho a rendir examen, entregando la hoja en blanco, como era de esperarse atento que no tenía posibilidad alguna de estudiar, y contar con la buena onda del docente de turno al que le explicaba mi situación y que en todos los casos, uno y cada uno de ellos, me extendieron el deseado certificado acreditando que me había presentado a rendir el correspondiente exámen, gesto que agradeceré por siempre.

Finalmente, retornaba a mi casa, me volvía a cambiar, me despedía de mis viejos, y con todo el dolor del alma volvía por la misma ruta a Campo de Mayo.

 

En estas escasas salidas ocurrieron dos hechos que deseo narrar, el primero de ellos se produjo la noche del primer arribo a mi hogar. Como era de esperarse, entre tanto ejercicio, manijas y bailes, y mala alimentación, terminé perdiendo algo así como doce o trece kilos, con lo cual la noche que toqué el timbre en casa, mi madre abrió el postigo de la puerta y emitió la siguiente frase: «Joven, sí, qué desea?», mi propia madre no me había reconocido dado el aspecto que yo traía. Claro, pelo rapado, sucio, flaco, era de noche, no habia modo que me reconociera.

 

El segundo, quizás el más indignante, o no, depende cómo cada uno lo quiera evaluar, y aquí voy a hacer un paréntesis antes de contar lo sucedido.

Hay que entender que la instrucción militar no puede permitirse ser tierna como una madre con los soldados, lógicamente siempre respetando y no cruzando ciertos límites que puedan provocarle al mismo un daño irreparable, y esto es así porque a uno lo instruyen para la guerra, y en un escenario bélico uno no puede actuar como un niño, sino, justamente, como aquello para lo que lo han formado, un soldado.

 

El hecho que voy a narrar se produjo en una de esas tres noches que arribé a mi hogar, no recuerdo específicamente cuál de ellas, pero puedo deducir que fue en la última. Casi no podía caminar, mis pies estaban completamente llagados, con ampollas abiertas en talones, base plantal, tenía infecciones en las manos producto de haberme arrastrado sobre cardos, ortigas, y otras floras de similar índole, en el medio de la instrucción, de modo que lo primero que le pedí a mi madre fue que preparara el botiquín de primeros auxilios para efectuarme las curaciones que me permitieran llegar a la Facultad al otro día, y volver a Campo de Mayo.

En aquél entonces vivía al lado de mi casa una familia, excelentes vecinos, que tenían tres hijos, dos hijas y un hijo, éste último hacía poco se había recibido de médico, su nombre Homero D’Agostino, es justo mencionarlo no sólo porque le estaré por siempre agradecido, sino también por ser uno de esos médicos que honran la profesión.

Mi madre, sabiendo esto, no dudó en ir y tocarles el timbre para contarles sobre mi estado y pedirle asistencia al muchacho, el cual no dudó ni por un instante en revisar mis heridas y aplicarme las curaciones necesarias para morigerar los efectos del dolor que me producían. Nunca olvidaré la indignación que tenía, a la par de un amigo que lo acompañaba, y que estaba a punto de recibirse, al observar cómo me encontraba, luego de casi un mes de instrucción militar.

 

A esta altura de los hechos narrados, me veo obligado a detenerme y darle paso a lo será el siguiente capítulo de este libro, al que he dado en llamar «Malvinas: un capítulo de mi vida»

La razón de destinar especialmente una sección de este libro a contar lo vivido desde el 2 de abril de 1982 al 14 de junio del mismo año, responde a varios motivos, el principal desde ya, efectuar mi personal homenaje a aquellos héroes que no volvieron, y a los que sí retornaron, entre los que estuvieron algunos compañeros míos, como así también contar lo que vivimos los que, por obra y gracia del destino, o de Dios, permanecimos en el regimiento haciendo guardia, sin ser movilizados al sur, o a las islas mismas.

Desde ya, que quede claro, no es la pretensión de quien escribe ponerse al mismo nivel de los que allá estuvieron, eso sería una necedad y una total falta de respeto hacia ellos. Sí, es mi intención reflejar el sentir de los que estando acá, sabíamos que si el conflicto se extendía por mucho más tiempo, seguramente seríamos enviados a combatir, lo cual a cada uno de nosotros nos generó miedos, temores e incertidumbres. Pero la peor parte se la llevaron nuestras familias, especialmente nuestros padres, nuestros amigos y amigas, nuestras novias, cuyas lágrimas, no podíamos nosotros ver ni sentir. Con el paso de los años nos fuimos dando cuenta de su sufrimiento, el que en aquél momento con la ingenuidad y la candidez de un adolescente cumpliendo con el servicio militar no percibimos, quizás por aquello de «los ingleses no van a venir», pero vinieron, y eso ya es parte de la historia que sigue.





 

2 comentarios:

  1. "Cuatro adolescentes, entre los que me encontraba, nos fuimos a pasar quince días a las playas de San Bernardo en una especie de pendiente mini viaje de egresados..." fue un honor haber sido uno de esos cuatro pibes mansos que hicimos ese viaje.

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    1. Un hermoso recuerdo querido David, muchas veces vuelvo a mirar las fotos y añoro esos momentos en que la vida nos invitaba a una eterna juventud. Aquellos fueron momentos que volvería a vivir una y otra vez y nunca me cansaría de volver a recorrer aquellas playas, aquellas calles, nuestras charlas de adolescentes, en fin...por eso rescaté el recuerdo en este párrafo. Ya vendrá el capítulo del colegio secundario y ahí te deleitarás con las historias que tengo para narrar. Te mando un gran abrazo!!!

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